Sí, estamos en condiciones de celebrar un debate. Contamos con un entramado de medios con suficiente alcance y una sociedad lo suficientemente politizada. Lo que no se podría es ubicar la ventaja real de esto, tanto para candidatos como para la sociedad, cuando todos sabemos que en ese debate se abordarían temas que ya han sido sazonados en lo público y que muy difícilmente los candidatos tengan la capacidad de asumir posiciones que hagan que ese debate de frutos, más allá de entretener.
Los debates son escenarios absolutamente riesgosos para los candidatos, que además no cuentan con beneficios claros. Se da una pelea de peces beta, en la que el candidato pierde control sobre su mensaje, que se mediatiza y complejiza en las argumentaciones, sobre todo porque el espectador está enfocado en la manera en que golpean y/o reaccionan quienes debaten. Queda en un segundo plano el modo en que argumentan sobre sus planes de gestión, ideas ante problemas o capacidad para enfrentarlos a la hora de gobernar.
El académico y consultor Mario Riorda plantea que un sistema político no es mejor ni peor por contar con un debate en medio de la campaña. Está probado con estudios que el impacto de los debates es de igual alcance para la definición del voto que los spots. ¿Importaría, a la hora de votar, que un candidato tuviera la camisa de un color, o estrujada, o la corbata descolocada? Este es el tipo de cuestiones que alteran (positiva o negativamente) en el inconsciente del votante, sobre todo de los indecisos (que son el público natural a captar en los debates). Pero la realidad es que lo mismo que se da en el debate se da en la agenda diaria de los medios. Y ojalá se diera respecto a políticas públicas. Ojalá el debate político (no necesariamente el televisivo, que sirve más bien a necesidades de rating, intereses de mercado) fuera una realidad más importantizada.
Para un debate televisivo se requiere una preparación intensiva de los candidatos. En el proceso los actores deben reforzar sus posiciones, mejorar su manejo escénico, afilar sus destrezas en argumentación, disponer de una serie de estrategias que en la campaña se dan de un modo más natural, más de la mano con la sociedad.
Los debates electorales son interesantes y entretenidos. Pero también lo es el cine negro. No se puede decir que eso sea un paso para que haya más democracia o mayor calidad en el voto. Porque el debate impacta desde distintos puntos, casi todos relacionados con reacciones cerebrales a estímulos y a la psicología del votante. Muy pocas de las inferencias que se puedan obtener de un debate están relacionadas con las capacidades para gestionar en la toma de decisiones públicas. Sin embargo, sí sabemos que los debates, como espectáculos, tienden a alimentar a los candidatos con posturas demagógicas y ambiguas. Tienden a que la interacción se de desde una impostura que se queda en la denuncia o en lo nominal, no va más allá de las promesas o las justificaciones ambiguas de estas. Porque, se sabe, el único modo de comprobar las afirmaciones de quienes debaten es viéndoles gobernar.