Ciertas reacciones públicas ante la abstención en las pasadas elecciones municipales nos recuerdan la parábola del banquete de bodas que contó Jesús del rey que hizo un banquete de bodas para su hijo, envió a sus siervos a llamar a los que habían sido invitados, pero estos no quisieron venir y se dedicaron a sus cosas: uno se fue al campo, otro a sus negocios y así.
Entonces el rey se enfureció y dijo a sus siervos: “La boda está preparada, pero los que fueron invitados no eran dignos. Id, por tanto, a las salidas de los caminos, e invitad a las bodas a cuantos encontréis”. Así se llenó la boda, de malos y de buenos, incluyendo uno que no estaba vestido para la ocasión, a quien expulsó del banquete, diciendo a los sirvientes: “Atadle las manos y los pies, y echadlo a las tinieblas de afuera; allí será el llanto y el crujir de dientes”. Porque muchos son llamados, pero pocos los escogidos.
Para algunos, los ciudadanos que no asistieron a la fiesta del voto mostraron indiferencia ante las opciones electorales, que no fueron capaces de convocarlos a votar entusiastamente pues sus campañas fueron un poco atractivo merengue sin letra. Otros van más lejos y postulan que en realidad los que se abstuvieron muestran su desencanto con el sistema. Ya hay quienes entienden, incluso, que, como el paciente muestra bajos niveles de hemoglobina, lo mejor es administrarle cianuro y eliminar de una vez y por todas las elecciones municipales separadas, unificándolas con las presidenciales/congresuales, cuando lo que procedería sería separar por 2 años las municipales/congresuales de las presidenciales. ¡Cueste lo que cueste!
Aunque la abstención en las elecciones separadas ronda alrededor del 50%, no muy lejos del 53% de las últimas celebradas, el dato es preocupante y deberíamos promover más participación de los ciudadanos. Y para ello quizás lo más efectivo sería que el Estado -no el gobierno ni los partidos- garantice el transporte público gratis -y hasta, por qué no, lo sugirió Joseph Stiglitz, viáticos-, para que así puedan votar los ciudadanos de menos recursos porque, en verdad, todo derecho, y el del voto no es la excepción, tiene que ser entendido desde una perspectiva social, porque todos los derechos, y no solo los sociales, cuestan.
Esta innegable realidad no escapaba a la democracia de la antigua Atenas que, para sufragar los servicios prestados por los ciudadanos en la asamblea, otorgaba una dieta pública o salarios -no muy elevados-, con lo que se permitía que los más pobres pudiesen ejercer efectivamente sus derechos políticos, costeándose así cada año la labor pública de más de veinte mil ciudadanos. Esto es mejor que la siempre denunciada y nunca castigada compra de votos y/o abstenciones propia, en mayor o menor grado, de unas elecciones, como las nuestras, que se producen en un sistema político que no termina de desterrar el ancestral clientelismo.
Y, lógicamente, la vieja solución ateniense para promover la participación es mucho mejor que la célebre fórmula paródica de Bertolt Brecht, que revolotea en la antipolítica cabeza de algunos, de que, como ya el pueblo perdió la confianza del gobierno y de los partidos, lo más simple es que se proceda a disolver al pueblo y elegir a otro.
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