Cuando se detenta el poder -en cualquiera de sus expresiones – se corre el riesgo de ser atrapado por la fascinación de la lisonja.
¿Qué es la lisonja? Es sencillamente alabar de forma exagerada para conseguir un favor o ganar su voluntad. Esa es la definición clásica.
A los presidentes a veces les gustan los labios lisonjeros que les dicen solamente lo que quieren oír.
Alguien que aprecie realmente al presidente Luis Abinader debe recordarle lo siguiente, aunque la melodía no agrade a su oído:
El Gobierno está cerca de su segundo año, la mitad del período, y no ha habido una sola reforma importante.
Abundan los balbuceos y buenas intenciones puestas en papel, pero no no ve una agenda consistente, concreta.
El presidente luce muy ocupado en la microgerencia, en asuntos de la cotidianidad, trabaja en exceso y, a veces, luce como un Quijote tratando el solo de hacer la obra, pero sin un Sancho Panza.
Eso es grave, pues diluirse en el menudeo impide que el mandatario se centre en grandes escenarios, que se preserve trabajando para momentos estelares.
En ocasiones da la impresión de que sólo él trabaja en el Palacio y que no cuenta con una mano operativa, un armador eficaz que garantice el éxito del juego.
Lo peor es que 2022 es un año político y el 2023 también, coyunturas en que hablar de reformas resulta disonante porque el clientelismo lo arropa todo.
Ojalá el gobierno tome otro cauce y que el presidente Abinader reflexione. Sería lastimoso que su gobierno pase sin pena ni gloria.
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