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El asesinato como bella arte

Lo trágico es que, al parecer, en la política como en la guerra, el pecado es, más que cometer crímenes, que estos anticipen imperdonables contravenciones.

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Sorprendidos y horrorizados vemos el bombardeo indiscriminado de civiles, así como su secuestro, violación, tortura y ejecución, realizados por las fuerzas rusas en Ucrania, en flagrante violación del derecho internacional humanitario. Si, como decía Frantz Fanon, “el colonialismo no se comprende sin la posibilidad de torturar, de violar o de matar”, queda claro que la ucraniana es una guerra colonial.

Pero, en verdad, las muertes de civiles no son meros “daños colaterales”, sino un objetivo clave de guerras que, en el último siglo, se caracterizan por ser “totales” (Carl Schmitt), pese a la insistencia en que, respecto a los bombardeos aéreos, se trata de operaciones “quirúrgicas” o “de precisión”.

En la Segunda Guerra Mundial, Alemania bombardeó las ciudades inglesas matando a 60 mil civiles. Por su parte, los ingleses, dirigidos por el comandante Arthur Harris -cariñosamente apodado “Carnicero Harris”- y en coordinación con los estadounidenses, bombardearon las ciudades alemanas, matando entre 300 y 600 mil civiles.

Los estadounidenses bombardearon Japón, para un total de 500 mil civiles muertos, incluyendo 140 mil en Hiroshima y 80 mil en Nagasaki. Y ni hablar de los cientos de miles de civiles muertos en los bombardeos sobre Vietnam, Camboya y Laos (1955-1975).

Con razón, cuando un policía detuvo el automóvil del Carnicero Harris que iba a toda velocidad camino a Londres desde una base militar en High Wycombe, señalándole el policía al comandante que «Ud. podría haber matado a alguien», Harris, con la característica flemática circunspección inglesa, le respondió: «Joven, mato a miles de personas todas las noches».

Harris quizás ignoraba que, como supuestamente decía Stalin, “una única muerte es una tragedia, un millón de muertes es una estadística”. Por eso Trujillo apenas justificó el asesinato de miles de haitianos en 1937. Ese genocidio parece una masacre más al lado del Holocausto, el genocidio de Ruanda, los muertos por el terror comunista en China (60 millones) y la Unión Soviética (20 millones), y los cientos de miles torturados, desaparecidos y asesinados por los regímenes autocráticos militares en nuestra América.

Pero la obscena insensibilidad ante el asesinato masivo no es exclusiva de hombres y tiempos oscuros. Boris Johnson, buscando una “inmunidad de rebaño” que terminó en la cifra de muertos por covid-19 más alta en Europa (150 mil), afirmó preferir “ver cuerpos apilados antes que ordenar otro confinamiento” por la pandemia. Paradójicamente ha estado más cerca de perder el poder ahora, por la puerilidad de celebrar una fiesta en pleno confinamiento por pandemia, que cuando aplicó su cruel política sanitaria. Lo trágico es que, al parecer, en la política como en la guerra, el pecado es, más que cometer crímenes, que estos anticipen imperdonables contravenciones.

Ya lo dijo Thomas de Quincey en su obra Del asesinato considerado como una de las bellas artes: “Si uno empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente». O como diría Žižek: “¡Cuántas personas iniciaron su camino de perdición con alguna inocente violación en pandilla, que en ese momento no tenía gran importancia para ellas y terminaron compartiendo los platos principales en un restaurante chino!”.

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