La acción constitucional de amparo ha muerto. Y no de muerte natural. Ha sido asesinada. Pero no ayer ni antier, sino lentamente, despacito. El amparo ha explotado, como diría Ernst Jünger, en carta a Carl Schmitt, a consecuencia de “una mina que explota silenciosamente” y que “como por arte de magia se ve que los escombros colapsan y la destrucción ya ha sucedido antes que sea conocida”. Lo que ha ocurrido es como una muerte por envenenamiento, el crimen donde más alevosía y premeditación podemos encontrar. Litigantes y jueces han avanzado conceptos jurídicos limitadores de la institución jurídica que, a simple vista inocentes, en verdad, como diría Victor Klemperer refiriéndose a las palabras en tiempos del nazismo, actúan “como pequeñas dosis de arsénico: se tragan sin ser notadas, parecen no tener ningún efecto y luego, después de un poco de tiempo, se produce la reacción toxica”.
Tengo años advirtiendo de la situación (“La muerte del amparo”, Hoy, 7 de diciembre de 2007; “¿Hacia el desamparo del amparo?”, 13 de octubre de 2011). Pocos, aunque muy relevantes, juristas han prestado atención. Ya no queda tiempo, sin embargo, para las advertencias. No queda nada por hacer. Ha llegado la hora expedir el certificado de defunción de una garantía fundamental que nació promisoriamente en 1990, fue reglamentada jurisprudencialmente por la Suprema Corte de Justicia en 1999, legislada en 2006, consagrada constitucionalmente en 2010 y de nuevo legislada en 2011 en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y de los Procedimientos Constitucionales.
Todo comenzó con la imposición de fines de inadmisión no contemplados en la ley e importados de la doctrina comparada, exigiéndose entre otros recaudos, la no existencia de una vía administrativa para defender el derecho, la gravedad o irreparabilidad del daño, la imposibilidad de pedir la inconstitucionalidad de una ley, decreto u ordenanza, y que la declaratoria de invalidez de los actos contra los cuales se solicita amparo no requiera mayor amplitud de debate o prueba. Estos requisitos para la admisibilidad o procedencia del amparo son inconstitucionales pues los instrumentos internacionales que consagran el amparo, y en particular la Convención Americana, no establecen limitantes al recurso de amparo y se limitan a señalar que debe ser “un recurso sencillo y rápido” (Convención Americana sobre Derechos Humanos), “un procedimiento sencillo y breve” (Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre), “un recurso efectivo” (Declaración Universal de Derechos Humanos y Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos). De ahí que ni el constituyente, ni el legislador ni el juez pueden introducir trabas procesales al amparo que terminen desnaturalizándolo y haciéndolo una vía inútil para la tutela de los derechos fundamentales.
La LOTCPC fue clara al respecto: el amparo procede a menos que sea notoriamente improcedente o haya vías judiciales efectivas (artículos 70.3 y 70.1), estableciendo el Tribunal Constitucional (TC) que deben tratarse de vías “más efectivas” que el amparo (Sentencia TC 366/19), debiendo el juez de amparo explicar por qué la otra vía es la más efectiva (Sentencia TC/0115/20). Sin embargo, el TC no se ha pronunciado tajantemente sobre el carácter principal del amparo, que sostienen justa y magistralmente en doctrina y votos particulares los magistrados Justo Pedro Castellanos y Victor Joaquín Castellanos, en contraposición a una doctrina jurisprudencial y dogmática conservadora, la que incluso afirma que en el amparo el juez no puede anular el acto administrativo atacado, contradiciendo así decisiones vinculantes muy claras del TC (Sentencia TC/226/14).
Muchos jueces de amparo dominicanos responden a una realidad descrita por Roberto Gargarella: “dependiendo del juez que a uno le toque en suerte o desgracia, la sentencia final -el veredicto acerca de qué es lo que, ´realmente´, dice el derecho frente al caso concreto- podrá tener un contenido, u otro completamente opuesto. En todos los casos, el riesgo que en última instancia enfrentamos es el de que -amparados en la amplia discrecionalidad que tienen para escoger criterios interpretativos […]- los jueces definan primero (de acuerdo a sus gustos personales, costumbres, o intereses) de qué modo quieren decidir el caso, y luego opten por un criterio o una serie de criterios interpretativos que, leídos de cierta manera, le permitan dar apoyo a la decisión que de antemano habían seleccionado como preferible”. Mas que un “gobierno de los jueces” lo que tenemos es todavía peor: un “gobierno arbitrario de los jueces”, que tiene a su disposición un amplio menú de criterios interpretativos que limitan el acceso a y la efectividad del amparo, constituyendo una vía de hecho procesal.
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