El control de constitucionalidad de las reformas constitucionales
Efectivamente, la suya carece de fuerza jurídica para desapartarse de la Constitución al momento de reformarla.
Actualizado: 22 de Julio, 2025, 01:51 PM
Publicado: 16 de Julio, 2025, 11:34 AM
La pasada semana adelanté mi opinión sobre la declarada inadmisibilidad de la acción directa en inconstitucionalidad interpuesta contra una disposición transitoria de la reforma constitucional del 2024. Pese a ser una discusión virtualmente superada en el constitucionalismo comparado, la TC/0407/25 mantuvo en cuarto frío el desafortunado criterio de la TC/0352/18: “[…] el contenido de la Constitución es inimpugnable por medio de demandas de garantías o mediante el ejercicio de procedimientos constitucionales”.
Si bien es verdad que nuestra carta sustantiva no le otorga textualmente al Tribunal Constitucional la atribución de conocer y decidir peticiones de nulidad contra las enmiendas que se le operen, no menos cierto es que implícitamente se la reconoce. En sentido amplio, el concepto de ley que figura en el art. 185.1 no se contrae a la adjetiva, sino que se extiende a la fundamental, a la suprema, a la ley de leyes.
Más aún, la de otros países tampoco consagra de forma expresa la competencia de marras y, sin embargo, dominados por el interés de preservar su identidad y estructura básica, la han asumido con base en el principio de unidad de la Constitución. De hecho, el art. 184 de la nuestra le asigna al colegiado constitucional la función de garantizar su supremacía y defender “el orden constitucional”, lo cual, en puridad, comprende el examen de constitucionalidad de todo acto de poder, incluido el reformativo de la carta política.
Como órgano constituido que es, la Asamblea Nacional Revisora le debe plena obediencia y, por tanto, no puede sino ejercer su facultad con pleno apego al surco procedimental reglado y enmarcándola en los límites materiales previstos. En la referida TC/0407/25, Alba Beard Marcos emitió un voto disidente muy bien fundamentado, en tanto que Manuel Ulises Bonelly salvó el suyo, coincidiendo en que existen supuestos que, de verificarse, admitirían a trámite la acción directa en inconstitucionalidad.
Tristemente, los demás jueces piensan distinto: “Colocaría la decisión del poder constituyente bajo el cuestionamiento de un poder constituido por aquel, lo cual es incompatible con lo previsto en el art. 267 de la Constitución”. De nuevo, aquí se impone aclarar que la Asamblea Nacional Revisora es un poder constituyente, pero no originario, sino derivado, o lo que es lo mismo, el núcleo de su competencia no es omnímodo.
Efectivamente, la suya carece de fuerza jurídica para desapartarse de la Constitución al momento de reformarla. Sí o sí, tiene que respetar formalidades y contenido, o sea, la secuencia de actuaciones procedimentales y los extremos sustantivos. Y en caso de saltárselos, el resultado quedaría viciado de nulidad absoluta de conformidad con los arts. 6 y 73.
El 18 de octubre de 2024, Roberto Gargarella, Xisca Pou, Isabel Cristina Jaramillo, Claudio Grossman, Yaniv Roznai y varias decenas más de constitucionalistas de todo el mundo, presentaron ante la Suprema Corte de Justicia de México una instancia preñada de verdades de a puño. En el marco del conocimiento de varias acciones que persiguen la nulidad de la más reciente reforma constitucional de ese país, intervinieron en calidad de amicus curiae para recordar que la teoría de las reformas constitucionales inconstitucionales ha sido reconocida en Perú, Colombia, Turquía, Austria, República Checa, Eslovaquia, Italia, Bangladesh, Taiwan, Kenia, Tanzania y la India, entre otros.
Señalaron que, aunque la Constitución argentina de 1994 no contiene previsiones expresas sobre control jurisdiccional de las reformas constitucionales, su Corte Suprema ha sustentado tres criterios “ligeramente distintos, pero en todos los casos cercanos a la idea de que el cumplimiento de los requisitos de competencia y procedimiento es preceptivo, sea cuál sea el grado de deferencia con el que la Corte decide emprender ese examen”.
Como es fácil apreciar, la ausencia normativa en el país de Evita, Borges y Mafalda no le ha impedido a su más alto tribunal judicial hacer suya la doctrina en comento, pues de otro modo no pudiera asegurarse de que el reformador respete el procedimiento establecido y los valores y principios fundamentales. Una modificación que, a título de ejemplo, reduzca la cláusula del Estado de derecho, el principio de supremacía constitucional, la alternancia en el ejercicio del poder, la libertad de culto o el derecho a la dignidad, excedería por mucho la competencia del constituyente derivado y, por ende, debería anularse.
Los suscribientes del documento en cuestión plantearon una hipótesis que debería mover a nuestro Tribunal Constitucional a la reflexión: “Si una mayoría legislativa… decidiera privar del derecho al voto a la minoría opositora, dicha reforma impediría que el “juego” de la democracia constitucional se siga “jugando”. Tras la reforma, el único “jugador” habilitado para participar de la “partida democrática” sería el propio gobierno, quien habría puesto fin al sistema constitucional apelando a una visión degradada de la democracia: una democracia reducida a elecciones y regla de la mayoría”.
No resulta descabellada la suposición, y la mejor prueba es que el partido oficialista cuenta en la actualidad con la fuerza necesaria para llevarla a término. Empero, si visáramos el timorato razonamiento del supremo intérprete de nuestra Constitución, no pudiera adjudicársele a semejante osadía la sanción contemplada en sus arts. 6 y 73. Lo mismo sucedería si se aprobara una enmienda con menos de las dos terceras partes de los votos que exige el art. 271, porque la facultad de control que a sí misma se desconoce la corporación constitucional, equivale a una reforma contramayoritaria.
Es el desacierto en el que hace tres décadas, bajo un Estado de derecho menguante, se ancló la Suprema Corte de Justicia: “Las disposiciones de la Constitución no pueden ser contrarias a sí mismas”. Muy a pesar de que de entonces a esta parte se cuentan por montones las voces autorizadas que han abogado por el contrapeso deliberativo del poder de reforma, aquí nos aferramos a una interpretación exegética de la normativa fundamental para seguir eludiéndolo.
Al mantener el art. 185.1 constitucional enrocado en la misma posición, la sede constitucional desconoce a Zagrebelsky: “El poder de revisión de la constitución se basa en ella misma”, y algo parecido sostuvo Alexander Hamilton en El Federalista, autor que Gargarella y los demás citan para resaltar que la asunción de la atribución en análisis no significa más que el poder del pueblo es superior al detentado por los órganos constituidos.
No entenderlo de esa manera es el mejor pábulo para que la Asamblea Nacional Revisora, con su composición cambiante en función de las mayorías y minorías representadas en el Congreso Nacional, se despache cualquier día con un tremendismo antidemocrático que nos tense como cuerdas los músculos y provoque que el corazón nos lata en la garganta.
De todos modos, me socorre el convencimiento de que, más temprano que tarde, el Tribunal Constitucional saldrá de su encierro soberanista y, como vigilante y protector de la carta magna que es, desplegará a requerimiento de parte su poder de control sobre el procedimiento de reforma y los límites sustantivos que el constituyente derivado, como órgano constituido que es, está inexcusablemente obligado a respetar.


