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El evangelio según la Primera Sala de la SCJ

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Antes que todo, quede bien claro que la doctrina literalista estática traduce a los jueces en simples burócratas de la ley, conduciéndolos a administrar una justicia inmóvil y formal.

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Por Julio Cury y Genaro Silvestre

     Tanto el positivismo legalista como la doctrina literalista se han batido en retirada. Del 2010 a esta fecha, sobre nuestras normas infraconstitucionales pende una sospecha permanente que torna inviable su aplicación pasiva y mecánica. La causa es demasiado conocida: el carácter normativo de la Constitución. Mientras en el Estado de derecho del siglo XIX predominaba la ley, en el Estado constitucional vigente reinan los principios y valores superiores.

Es naif, por tanto, concebir el derecho desde las premisas de la legalidad decimonónica. La constitucionalización del principio de justicia sustantiva derribó la omnipotencia de la ley, como explica Zagrableski: “La ley está sometida a una relación de adecuación o subordinación al estrato de derecho establecido por la Constitución. Es decir, la predeterminación legislativa esta fatalmente destinada a retroceder”. Sin embargo, no faltan jueces que veneran aún esa interpretación exegética que abraza la idea del derecho como expresión de una voluntad legislativa perfecta y completamente declarada.

Abundan decisiones que “resuelven” conflictos desde el nivel de la legalidad del Estado de derecho, acaso como si la connotación “social” del Estado contemporáneo no comprendiera la sumisión del derecho legislativo a las normas implícitas y explícitas de la Carta Sustantiva: “El poder legislativo ha sido puesto en tela de juicio constitucional. La omnipresente es la Constitución, relegando las leyes a un segundo plano”, expresa Francisco J. Laporta con sobrado tino.

Los autores de este artículo censuraron la semana pasada el criterio que sobre la elección de domicilio -instituto del Código Civil de 1804- mantiene la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia. En un infeliz ejemplo de inercia del positivismo residual, le atribuyó a la parte in fine del art. 59 del Código de Procedimiento Civil el significado literal histórico, o sea, el que corresponde al momento en el que fue redactado y aprobado: “no es necesario que haya constancia de que el acto haya sido entregado a la parte notificada. La notificación se considera válida cuando el alguacil actuante se traslada al domicilio de elección y sigue el procedimiento correspondiente…”, sostuvo el mencionado colegiado.

Antes que todo, quede bien claro que la doctrina literalista estática traduce a los jueces en simples burócratas de la ley, conduciéndolos a administrar una justicia inmóvil y formal. Lo explicamos: el domicilio elegido es un lugar alterno al domicilio real que mediante convenio o acto procesal escogen las partes para que allí puedan –no es obligatorio- realizarse determinadas notificaciones. Como bajo el Estado constitucional la premisa normativa no puede quebrantar principio fundamental o valor supremo alguno, sería imposible reducir cualquier análisis a la subsunción lógico-formal del supuesto de hecho en el de la parte final del art. 59 en mención. 

En efecto, el legislador de la Francia napoleónica no pudo tomar en cuenta las garantías constitucionales de hoy. Para entonces, aquel país vivía días convulsos que oscilaron entre el Reinado del Terror del tristemente célebre Robespierre y el régimen autoritario del Consulado. Como es lógico, las normas de aquel tiempo, que empezaron a aplicarse entre nosotros en 1822, deben no sólo interpretarse de manera evolutiva, sino también conforme a la Constitución. En el caso específico del indicado art. 59, el operador tiene que asegurarse que el ausente haya contado con la oportunidad de desplegar defensa, derecho este cuya progresividad fuerza la permanente modificación de todas, absolutamente todas las normas infraconstitucionales, incluidas las que regulan las formas y procedimientos de notificación.

Fue lo que hace décadas hizo la Corte de Casación francesa al reservar el emplazamiento en el domicilio elegido para aquellos casos en que en este “pueda ser mejor localizado para la defensa de sus intereses”. Pero allá por el 2002 fue todavía más clara: “La finalidad de la elección de domicilio es facilitar, en interés de las partes que la han acordado, procedimientos contradictorios y no fomentar la vulneración del derecho de defensa”. No obstante, el criterio de su par nativo en el 2023 se mantiene anclado en la interpretación literalista del siglo XIX, anteponiendo el carácter ficticio, excepcional y secundario del instituto en análisis a las garantías del debido proceso.

Riccardo Guastini no titubea en reconocer que dicha doctrina “es ya, en verdad, bastante obsoleta entre los juristas contemporáneos”. No fue casualidad que el Supremo Tribunal belga reconociera la prevalencia del denominado principio de conocimiento, independientemente de que la notificación cumpla con las formalidades de la ley: “Constituiría un abuso de derecho la utilización de una cláusula de domicilio -que sólo es una opción prevista en el artículo 39, párrafo primero, del Código Procesal- especulando sobre el hecho de que esta forma de notificación impedirá que la persona notificada tenga conocimiento efectivo del documento notificado; cuando el demandante tenga conocimiento fundado de que ya no hay un representante designado en el domicilio elegido y de que dicho domicilio elegido está desfasado por las circunstancias, deberá, de conformidad con el principio de lealtad y el derecho de defensa, notificar personalmente o en el domicilio o residencia conocidos en Bélgica”, tal como se lee en el portal droitbelge.be.

Sorprende que la Primera Sala de la SCJ, ganada por la caducada concepción legalista de la justicia, aplique al pie de la letra la parte in fine del repetido art. 59, despreciando su interpretación constitucional. Para esa sede no importa que el emplazado esté al tanto del proceso incoado en su contra, sino que se le dé cumplimiento a un enunciado decimonónico, cerrándole así el paso a su reconstrucción sobre la base del contexto constitucional actual, lo que indudablemente desafía las garantías fundamentales.

Pero la sede en comento fue más lejos al considerar que “Cuando una de las partes hace elección en la secretaría del tribunal, es a dicho elector… a quien le incumbe mantenerse monitoreando la secretaría del tribunal en el cual haya hecho elección para estar al tanto de cualquier notificación que llegue a dicho domicilio de elección”. Esa inferencia no deja de ser deprimente, porque además de carecer de sustento jurídico, no es escoltada por ningún criterio ético.

Reiteramos que la concepción legalista de la justicia es incompatible con el Estado constitucional, bajo cuyo imperio la ley no es ya punto de referencia. ¿Qué precepto pone a cargo del ausente la tarea de “monitorear” al secretario de un tribunal? ¿No establece acaso el art. 40.15 constitucional que “A nadie se le puede obligar a hacer lo que la ley no manda…”? Tampoco huelga recordar que la interpretación evolutiva por la que se declaró Norberto Bobbio un ferviente aficionado, es la única que resulta “útil para remediar, precisamente por vía interpretativa, el envejecimiento de los textos normativos”, como enseña Guastini.

Siendo así, es insuficiente que la conclusión sobre un hecho, acto, relación o institución se corresponda con esta o aquella norma. Es indispensable, además, que obedezca a una interpretación dinámica y, sobre todo, conforme a la Constitución. De ahí que cause risa que nuestra corte de casación, en pleno siglo XXI, interprete literalmente enunciados jurídicos marcados por la huella secular de épocas remotas.

Mientras los franceses exigen que el demandado tenga un representante designado en el domicilio elegido, aquí nos conformamos con dar por cumplido lo que una disposición del 1806 requiere. Parecería que las normas infraconstitucionales gravitan en otra dimensión y que el debido proceso forma parte del evangelio apócrifo de Tomás. Recordémosle a la Primera Sala de la SCJ que, según la TC/0029/13, el propósito del emplazamiento “es que el demandado tenga información cierta del inicio de una demanda en su contra y de su contenido, con la finalidad de garantizar en su provecho el derecho a un juicio contradictorio, en igualdad de condiciones y con el debido respeto a su derecho de defensa”.

Cuesta creer que ante la equivocidad y vaguedad de un domicilio convencionalmente elegido, la referida sede haya recurrido a la adivinación. No habiéndose precisado en cuál de las secretarías de las tres cámaras del tribunal de primera instancia se hizo, conjeturó que como se trataba de una compraventa, “las consecuencias que se puedan derivar de [su] celebración deben ventilarse ante la jurisdicción civil”. No es difícil ver a contraluz, detrás de esa suposición sin custodia de texto jurídico, una ideología voluntariosa.

La elección de domicilio responde al principio de autonomía de la voluntad, por lo que sea cual sea la naturaleza del contrato, las partes pueden fijarlo donde mejor consideren. Por tanto, es perfectamente posible que en un contrato de franquicia se elija domicilio en la secretaría de la cámara penal, que en un contrato de trabajo se haga en la secretaría del tribunal de tierras, en fin, no tiene que guardar relación con el tipo de convenio intervenido. Eso sí, de lo que tiene que cerciorarse el juzgador es que el ausente no haya sido privado de su derecho a la defensa, porque si así lo entiende, ora por circunstancias sobrevenidas por el transcurso del tiempo, ora por comprobar o presumir razonablemente que el acto no llegó a manos del destinatario, lo que corresponde es que disponga que se le notifique en su persona o en su domicilio real.

 Después de todo, los jueces no resuelven leyendo los posos del café.

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