El triunfo abrumador del partido ultraderechista Frente Nacional, presidido por Marine Le Pen, en las recientes elecciones regionales de Francia, pone en entredicho, una vez más, determinadas concepciones sobre las identidades de los sujetos políticos. Se trata de concepciones, las cuales podrían calificarse de reduccionistas por no tomar en cuenta la complejidad social en la que operan los sujetos para definir esas identidades, que provienen tanto del pensamiento marxista como de la teoría liberal individualista.
En lo que respecta al marxismo, este entendió que la identidad política e ideológica de las personas se desprendía necesariamente de la posición del sujeto en la estructura productiva, es decir, de la posición de clase de este. A un obrero, por ejemplo, le correspondía una determinada ideología –la ideología proletaria revolucionaria-, la cual debía corresponderse con los dictados de las leyes inexorables de la historia que conducían a la sociedad por estadios sucesivos y predeterminados de desarrollo que conducirían inevitablemente algún día a la llegada del socialismo como antesala del comunismo. Según esta teoría, si sucediese que un obrero o un determinado grupo de obreros en una comunidad determinada no se identificaba con la ideología que necesariamente le correspondía, entonces se trataba de una “falsa consciencia” que debía ser superada de algún modo u otro. Ya sabemos lo que ocurrió en la Unión Soviética con quienes se apartaron de esa “consciencia revolucionaria”–decenas de millones de personas muertas en las cárceles y en los campos de concentración- de manos de quienes sí, supuestamente, eran portadores genuinos y garantes de dicha consciencia.
Lo que no entendió el marxismo es que la identidad de los sujetos no está determinada necesaria y exclusivamente por la posición de clase del mismo, sino por múltiples significados –discursos llaman algunos- que le dan sentido a sus experiencias vitales. Un obrero blanco francés, por ejemplo, puede muy bien ser un comprometido militante sindical, pero a la vez puede perfectamente ser machista, o xenófobo o racista en función de esos discursos que lo interpelan en esa multiplicidad de posiciones que ocupa –obrero, hombre, blanco, francés, etcétera-. En otras palabras, su “consciencia” no solo está determinada por su condición de obrero como entendió la teoría marxista del sujeto.
Esto explica que el principal apoyo del Frente Nacional en Francia provenga de los obreros y las clases populares (el 43% de los obreros votó por la ultraderecha en estas elecciones regionales), a lo cual se agrega el hecho de que este partido también ha pasado a ser el preferido de los jóvenes. Ante la vulnerabilidad y la ansiedad que le crea a la clase obrera y a los sectores populares francés la crisis económica, el desempleo y el influjo indetenible de migrantes, la ultraderecha interpela y moviliza a esos sectores con un discurso populista anti-inmigrante, anti-extranjero, incluso anti-capitalista, frente a lo cual los partidos tradicionales, tanto de centro izquierda como de derecha democrática, no han podido construir un discurso alternativo. Por supuesto, estas identidades no son estáticas, sino contingentes y cambiantes, por lo que el espacio político está siempre abierto a la lucha entre discursos contrapuestos que van articulando y re-articulando a las diferentes fuerzas sociales.
El liberalismo individualista ha estado también marcado por un reduccionismo político, pero de otro tipo. Esta teoría concibe al individuo como un ser exclusivamente racional que toma decisiones en función de cálculos basados en sus intereses racionalmente definidos. El sujeto aparece desapegado de su compleja realidad social, es decir, el mismo supuestamente actúa fríamente sobre dicha realidad movido por esos cálculos racionales que obedecen exclusivamente a sus intereses en tanto individuos al margen de las determinaciones provenientes de la comunidad de la que forman parte. Cuando los individuos son arrastrados por caminos que a todas luces los llevan a situaciones supuestamente contrarias a sus intereses racionalmente definidos, lo que hay es una falta de racionalidad que impide a los sujetos identificar con claridad sus verdaderos y mejores intereses. Mientras para el marxismo esto era una “falsa consciencia”, para el liberalismo individualista se trata simplemente un “déficit de racionalidad”.
Esa problemática de la creación de identidades de los sujetos siempre ha estado presente, pero se agudiza aún más en momentos en que las estructuras funcionales de las sociedades son dislocadas por determinados fenómenos, como es el caso de la inmigración descontrolada, el terrorismo y la inseguridad económica. Ese es un terreno fértil para los discursos radicales de ultraderecha que cautivan a las masas populares con fórmulas simplistas, pero eficaces sobre las causas de su inseguridad y vulnerabilidad.
El desafío para los partidos defensores del liberalismo democrático es enorme. Estos han ido perdiendo terreno político ante una realidad que pone a prueba sus discursos convencionales. ¿Cómo hacer para mantener los valores perenes del liberalismo-democrático ante las amenazas reales del islamismo integrista que ha desatado una “guerra santa” contra Occidente? ¿Cómo preservar los valores de la inclusión y la tolerancia ante fenómenos descontrolados de inmigración y movimientos masivos de refugiados, como ha acontecido recientemente en Europa? ¿Cómo dar respuestas eficaces a los problemas del desempleo frente a modelos económicos y de Estado que han dado muestras de agotamiento y crisis?
No hay respuestas simples a estas interrogantes. Lo que sí es seguro es que los partidos políticos defensores del liberalismo democrático deben dejar a un lado cualquier concepción reduccionista de la política y la ideología para entender mejor la complejidad social y construir discursos que compitan eficazmente con aquellos de la ultraderecha anti-liberal al estilo del Frente Nacional en Francia que parecen estar ganando la batalla ideológica en este presente convulso e incierto.
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