Fredric Jameson afirma que “alguien dijo una vez que es más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar el fin del capitalismo”. O, como dice Slavoj Žižek, “parece más fácil imaginar el ´fin del mundo´ que un cambio mucho más modesto en el modo de producción”.
Pero lo cierto es que, aunque no existen casi películas sobre la desaparición del capitalismo y sí muchísimas sobre la destrucción del mundo por catástrofes bélicas, ecológicas, sanitarias o cosmológicas, coincidiendo con Thomas Piketty y la aparición de sus rompedoras El Capital en el Siglo XXI y Capital e ideología, la crítica desde el cine al capitalismo devino frecuente, como revela el magnífico filme Parásitos del director Bong Joon-ho y ahora, supuestamente, la serie El Juego del Calamar en Netflix.
Podría decirse que un fantasma recorre el mundo: el fantasma del anticapitalismo como pasatiempo de las élites woke, compuestas mayormente por las clases medias de Occidente, y no como tarea del proletariado revolucionario. En este sentido, desde la óptica de la filosofía política y la crítica cultural, lo interesante de El Juego del Calamar, a pesar de todo lo divertida que pudiese ser, no es la serie en sí, sino la letanía de proclamaciones en medios y redes de que esta producción cinematográfica ha galvanizado a nivel global la conciencia de los ciudadanos acerca de la desigualdad y las injusticias provocadas por el sistema capitalista.
La pregunta, sin embargo, es ¿cómo puede contribuir a transformar el mundo sentarse a comer rositas de maíz viendo una serie, parecida a los Juegos del Hambre y llena de violencia a la Tarantino, cuyo supuesto mensaje es que el problema real del capitalismo no es la apropiación de la plusvalía de nuestro trabajo sino la malevolencia cruel de los ricos? Pero, además, ¿cómo las clases dominantes tomarán en serio una supuesta crítica que genera millones de suscripciones y de dólares para Netflix? Pero no podemos exigirnos tanto como audiencia si hasta el propio Piketty, a pesar de ser considerado el »Marx del siglo XXI» y de intitular su libro El Capital, confiesa no haber leído a Marx.
El Juego del Calamar permite a la izquierda exquisita, light, WhatsApp, disfrutar su sueño húmedo de que el capitalismo es fruto de seres sádicos y no lo que verdaderamente es: un orden socioeconómico que surgió y evolucionó históricamente con problemas que tratan de ser resueltos desde el Estado social y en democracia.
Lo criticable de nuestras sociedades capitalistas hoy no es la crueldad de la burguesía ni siquiera la propia explotación del hombre por el hombre. El verdadero problema es la precarización y, lo que es peor, el fin del trabajo, la constante producción de “residuos humanos” (Zigmunt Bauman), que ya no se requieren para trabajar, y la auto explotación donde “uno se explota a sí mismo figurándose que se está realizando”, desembocando en “la alienación de uno mismo” (Byung Chul-Han), si es que no terminamos antes como “basura humana”, innecesaria por inútil, en hogares y fábricas que ya habrán automatizado todas sus necesidades y producción. En verdad, moriremos por falta de explotadores, como diría Hector Inchaustegui Cabral, porque a nuestra media isla, en palabras del grande Pedro Mir, lamentablemente ya no vendrá quien le dé el “beso burgués que habría de despertarla”.
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