Hubo una época donde algunos de quienes adversaban políticamente a Juan Bosch trataban de desacreditarlo, aprovechando su condición de destacado literato y cuentista, admirado por Gabriel García Márquez, que le conoció en 1959 en Caracas en una conferencia sobre “el arte de escribir cuentos”, dedicándole en 1975 El otoño del patriarca a “mi maestro Juan Bosch”. Todo comenzó durante la Era de Trujillo cuando las embajadas dominicanas en el exterior repartían un folleto contra el exiliado Bosch intitulado “Juan Bosch el cuentista del cuento” y siguió también tras la muerte del tirano como una manera de presentarlo como un político iluso y mentiroso.
Lo cierto es que, aunque muchos literatos, por su dominio de la palabra escrita y el arte de la oratoria, han sido exitosos en los afanes políticos, en sociedades menos desarrolladas y hasta en Europa, como ya advertía Hans Magnus Enzensberger en 1989, la política, estuvo dominada mucho tiempo por “la quimera del hombre montado a caballo” que “representa al héroe europeo, una figura imaginaria sin la cual la historia pasada del continente sería totalmente inimaginable”. Nuestra América no ha escapado a este desprecio de los intelectuales y escritores como románticos y teóricos inidóneos para el oficio político, propiciado por lo que para Carlos Malamud no son más que ideologías nacionalistas fundacionales que santificaron a los héroes de la independencia como genios de la política y los elevaron a los panteones nacionales transformados en próceres.
Como se ve, siempre se han contado historias en política. Lo que caracteriza nuestra época, sin embargo, es que el “storytelling” es aupado desde la perspectiva realista de los comunicólogos políticos. Como bien afirma Antoni Gutiérrez-Rubí, citando a Stanley Greenberg, “el relato, la narración, es la llave de todo”. De ahí que, “el partido (y el político) que tiene la mejor historia, gana”. La política deviene relato, al extremo que se afirma que “las disputas políticas, de hecho, son en buena medida enfrentamientos en torno a la imposición de una narración” (Dardo Scavino).
No obstante, ante la avalancha de “posverdades”, “hechos alternativos”, teorías de la conspiración y neolenguas propulsadas por Estados, partidos, líderes, medios y redes, la gente comienza a percibir que hay “un fallo en la matrix”, que algo no funciona bien en la “fábrica de la realidad”. Por eso, cuando Lula desvergonzadamente afirma que el autoritarismo del régimen de Maduro en Venezuela es una “narrativa” que hay que “deconstruir”, el presidente Boric le responde que “no es una construcción narrativa; es una realidad, es seria y he tenido la oportunidad de verla en los ojos y el dolor de cientos de miles de venezolanos que hoy día están en nuestra patria”.
El posmodernismo de la deconstrucción se muerde la cola. Parece que el dato, poco a poco, comienza a matar al relato del autoritarismo populista. Y es que “nuestra crisis actual no es una que enfrente a la izquierda contra la derecha, sino una en la que la consistencia, la razón y el liberalismo universal están enfrentadas a la inconsistencia, el irracionalismo, las certidumbres fanáticas y el autoritarismo sectario” (Helen Pluckrose). Hoy, tras un siglo viviendo en la simulación que nos llevó incluso a ocultar la terrible realidad de los campos de concentración soviéticos, parece que despertamos y vemos que “el emperador va desnudo”.
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