Empoderamiento femenino a través del conocimiento menstrual y la ruptura de silencios
Santo Domingo.– Desde niñas se nos enseña que la menstruación debe silenciarse: que no se mencione, que no
se vea.
Las palabras tienen poder: si “manchamos” —término que sugiere impureza o deshonra—
debemos sentir vergüenza.
Nos dicen que esa sangre es un desecho, algo que debe ocultarse. Nadie debe notarlo, nadie
debe saberlo.
El problema no es la menstruación, sino la forma en que nos enseñan a vivirla. Desde
pequeñas aprendemos a temer a nuestro cuerpo.
Nos dicen que “ya somos mujeres” cuando menstruamos, pero no nos explican qué implica
eso.
Nos imponen responsabilidades que no nos corresponden —el embarazo, el deseo ajeno, la
culpa— y nos niegan el conocimiento que podría liberarnos.
Durante siglos, las culturas han impuesto normas que patologizan los ciclos de las mujeres.
Se nos permite menstruar, pero en silencio.
Esa contradicción enseña a despreciar el cuerpo: el vehículo con el que transitamos la vida, la
morada del alma.
Nos educan para negarlo y, con ello, para negarnos.
La sangre menstrual provoca asco, pero la sangre derramada en la guerra se celebra.
En esa diferencia se revela la raíz de la violencia simbólica contra las mujeres:
todo lo que fluye del cuerpo femenino —incluso la sangre que da vida— se asocia con
debilidad, mientras la que brota por la violencia se vincula con poder.
La menstruación no es una “indisposición”: es ritmo, energía, renovación.
Que puede doler, sobre todo cuando duele la vida.
Negar el conocimiento menstrual también es violencia.
Es perpetuar el miedo, el silencio y la culpa.
La educación sobre el ciclo no debería limitarse a “mantener la higiene” —como si el cuerpo
fuera sucio—, sino a comprender su biología, reconocer sus etapas, identificar los días fértiles
y vivirlos como fuente de salud y poder.
Hoy que el sistema educativo se propone incluir la menstruación como tema prioritario,
espero que enseñen a niñas y niños a verla como un regalo, no como una vergüenza ni como
un peligro.
Solo cuando una niña deja de sentir culpa por su cuerpo, empieza verdaderamente a habitarlo.
Y eso, al patriarcado, le aterra.