En defensa del defensor de la Constitución

Imaginen que una persona arriba de visita a un hospital de 1000 ocupadas camas y, desde que se asoma a la entrada de este, grita desesperada: ¡Cuántos enfermos Dios santo! ¡Algo está fallando en este hospital que aloja a tantos enfermos! ¿Qué pensaríamos de esta persona y su espanto? Pues bien, parecida reacción ha causado en algunos la cadena de -en su gran mayoría- paradigmáticas y positivas decisiones que el Tribunal Constitucional ha adoptado en las últimas semanas considerando inconstitucionales una serie de normas vitales para la vida nacional.

Al margen de que es cierto y obvio que, como bien insiste el Tribunal Constitucional, el Congreso Nacional tiene que cuidarse de distinguir claramente las materias ordinarias de las orgánicas; que la potestad sancionadora de la Administración tiene que ser establecida por ley; que el Tribunal debe revisar las decisiones que niegan la libertad en habeas corpus; y que el Consejo del Poder Judicial debe cerciorarse que los reglamentos que dicte no sean inconstitucionales, por solo citar algunos ejemplos de las benéficas grandes sentencias constitucionales dictadas por la dinámica Corte Estévez Lavandier, lo normal en una democracia constitucional es que los poderes públicos dicten actos o normas inconstitucionales y que posteriormente así lo declare la jurisdicción constitucional.

Uno puede estar perfectamente en desacuerdo con decisiones del Tribunal Constitucional. Para eso existe la crítica dogmática, social y política de la jurisprudencia. Uno puede preocuparse de los efectos en el tiempo de las sentencias constitucionales, pero esto explica que la ley permita modular los mismos. Estarán muchos concernidos porque el Tribunal pueda en ocasiones invadir terrenos del legislador y, al respecto, el Tribunal es más que deferente con sus sentencias exhortativas. Otros se preocupan por la variación de precedentes o por la existencia de precedentes contradictorios, pero de ahí el mecanismo de la justificación del viraje jurisprudencial y las sentencias constitucionales unificadoras. El Tribunal Constitucional -que es “humano, demasiado humano”- también podrá equivocarse y por eso debería permitirse excepcionalmente la autorrevisión de sus sentencias.

Sin embargo, no hay que rasgarse las vestiduras ante decisiones del Tribunal Constitucional porque las mismas, con sus virtudes y defectos, son signo de la salud de nuestra democracia. “No son los sanos los que necesitan de un médico, sino los enfermos. Y yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”, dijo Jesús. El Tribunal es la pieza maestra del sistema inmunológico constitucional al purgar y sanar los pecados y enfermedades inconstitucionales.

En verdad, no son las inconstitucionalidades que declara el Tribunal Constitucional y que preocupan tanto a nuestros poderes públicos, políticos y sociales las que hacen daño. Lo que sí es pernicioso es el gran número de casos históricamente inadmitidos en el Tribunal (casi o más de la mitad de todos los casos) y que este haya consistentemente validado desde 2012 hasta ahora la improcedente invención pretoriana de causas de inadmisibilidad de acciones y recursos constitucionales en perjuicio de justiciables, atrapados así en una maraña de complejísimos conceptos jurídico-procesales imposibles de desentrañar por el más docto y bizantino jurisprudente.

Concluyo: no es malo que los jueces constitucionales especializados declaren pocas o muchas inconstitucionalidades. Lo criticable es que se cierren arbitrariamente al justiciable las puertas de un Tribunal Constitucional que debe ser ciudadano.