Por Julio Cury
Sin establecer criterios de distinción con el derecho a la privacidad, el art. 44 constitucional consagra como fundamental el de intimidad, cuyo contenido esencial comprende, en puridad, nuestra vida puertas adentro de la casa, es decir, aquello que ignoran hasta quienes conforman nuestro entorno familiar. No obstante ser llamado “derecho a la intimidad”, la parte capital de la norma en mención hace referencia a la privacidad, por lo que el derecho debe entenderse como tal, considerando que todo lo íntimo es privado, pero que no todo lo privado es íntimo.
Los propios textos supralegales lo reconocen así. El art. 11.2 de la Convención Americana de DDHH dispone que “Nadie puede ser objeto de injerencias arbitrarias o abusivas en su vida privada, en la de su familia, en su domicilio o en su correspondencia…”. Exactamente lo mismo prevé el art. 12 de la DUDH, mientras que el 17.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, valiéndose del mismo concepto anglosajón, adiciona la ilegalidad como dique de contención a su afectación: “Nadie será objeto de injerencias arbitrarias o ilegales en su vida privada…”.
Como es fácil colegir, la privacidad puede ser objeto de intromisiones, solo que respetando a píe juntillas los principios de legalidad y razonabilidad, como ordena el art. 74.2 de la Carta Sustantiva. Para decirlo mejor, sin ley orgánica que regule circunstancias y condiciones, y sin mediar una necesidad social imperiosa y proporcional al fin perseguido, sería absolutamente nula e ilegítima su invasión.
Es secreto a voces que hechos de criminalidad organizada –terrorismo, trata de personas, narcotráfico, entre otros- ocurren con indeseada frecuencia, trastornando la paz y convivencia fraterna, valores supremos ambos de los que depende la unidad de nuestra nación, como consigna el preámbulo constitucional, cuyo art. 8 delega su preservación al Estado bajo el título de “función esencial”. Desde luego que su cumplimiento efectivo conlleva afectaciones, y una de ellas suele ser la del derecho en análisis.
La recién promulgada Ley núm. 1-24 ha levantado una polvareda de críticas. Distintos sectores la han tachado de cada cosa; a modo de ejemplo, El Nacional editorializó que “las personas físicas están obligadas a fungir como informantes o delatores en cualquier situación… Bastaría que cualquier agente de lo que volvería a erigirse como el temible servicio de inteligencia del Estado inquiera a un ciudadano ofrecer confidencias que cree en su poder, para que la persona inquirida corra el riesgo de ser encarcelada y procesada”.
Creo que se ha exagerado la nota. Ciertamente la redacción de algunas de sus normas es opaca, lo cual impide que la voluntad legislativa reflejada logre transmitirse con claridad. Aunque lo general y abstracto son características intrínsecas de la ley, la técnica legislativa debe responder a un esquema conciso y diáfano, de suerte que ningún precepto, al leerse, genere dudas. Muy por el contrario, debe permitirle al operador fijar su contenido normativo sin dificultad y de forma indubitable.
La Ley núm. 1-24 introduce repeticiones innecesarias y, peor todavía, sus criterios lingüísticos, en particular la sintaxis en la estructura de parte de sus enunciados, mueven a confusión. Muy a pesar de ello, no considero que sea contraria a la Constitución. Antes de exponer las razones que escoltan mi modesta opinión, debo recordar que el ordenamiento jurídico es un todo integral, por lo que ninguna norma se expide para regir aisladamente. Por igual, en un sistema jurídico basado en el principio de supremacía constitucional, no existe ley que pueda derogar sus valores, principios o reglas.
¿Es cierto, como señaló El Nacional, que es “en cualquier situación” que los terceros estarían obligados a proveerle informaciones a la DNI? No; todo requerimiento que formule tendría que estar motivado en la prevención o persecución de hechos que amenacen o agredan la seguridad nacional. La DNI no fue concebida para investigar infidelidades, violencia doméstica ni menudencias.
Su función es prevenir y neutralizar la ocurrencia de hechos que puedan atentar contra el orden público o los intereses de la nación. Precisamente el art. 11, a cuyo alrededor se ha centrado el debate acaso como si se tratase de un átomo disperso, especifica que los datos que la DNI peticione deben concernir “a las atribuciones señaladas en el artículo 9 de esta ley para el cumplimiento de sus funciones de inteligencia y contrainteligencia, a los fines de salvaguardad la seguridad nacional”.
Ateniéndose a un fragmento de su surco literal, se le ha estado atribuyendo un alcance distorsionado. Permítaseme transcribirlo: “Todas las dependencias del Estado, instituciones privadas o personas físicas, sin perjuicio de las formalidades legales para la protección y garantía del derecho a la intimidad y honor personal, estarán obligadas a entregar a la DNI…”.
Como se aprecia, debe agotarse previamente lo que la ley llama “formalidades legales para la protección” del derecho a la privacidad, lo que remite de inmediato al art. 44.3 de la Constitución, cuya aptitud o eficacia normativa está al abrigo de la menor duda. Eso sí, vuelvo a censurar la técnica legislativa, ya que “sin perjuicio” -locución muy reiterada en la ley- siembra cierta confusión, debido a que su significado no es de dominio común.
Dependiendo del sentido que le asignemos, alcanzaríamos distintas conclusiones respecto de su validez. Pero, ¿qué debemos entender por “sin perjuicio de”? Pues que lo que precede no puede contravenir lo que sigue, algo así como “dejando a salvo”. De manera que la obligación de entregar las informaciones que solicite la DNI lleva implícita la condición que exige el ya referido art. 44.3 en la medida que esta norma genera por sí sola consecuencias en derecho: que lo autorice un juez competente.
Pero además, el derecho no se agota en el contenido solitario de esta o aquella otra disposición. Todas deben vertebrarse con las demás como un todo integral, sin omitir los valores y principios supremos.
De ahí que al leer el controversial art. 11, no debamos asumirlo acríticamente. Es imprescindible examinar si esos elementos diferenciados cumplen su papel de control, por lo que aún si el mismo hubiese omitido la necesidad de autorización judicial, no fuese inconstitucional como se ha sostenido. La Constitución, abeja reina de la colmena normativa a la que todo precepto debe rendirle culto, habría operado como palanca condicionante en razón de su fuerza vinculante y aplicación directa: “Solo podrán ser ocupados, interceptados o registrados, por orden de una autoridad judicial competente…”, tal como exige su art. 44.3.
Pero eso no todo; el art. 10 de la misma Ley núm. 1-24 precisa que, en el ejercicio de sus potestades, la DNI tiene que proceder “con apego al marco constitucional y legal vigente y pleno respeto de los derechos fundamentales”. A mi me queda muy claro, y en verdad, sería impensable que no fuese así, dada la nulidad de pleno derecho que el art. 6 constitucional decreta como sanción a toda disposición que colida con cualquiera de sus normas. No ignoro que su art. 44.3 exige que la interceptación autorizada judicialmente sea para “la sustanciación de asuntos que se ventilen en justicia”.
Luce un requisito que ningún texto jerárquicamente inferior a ella pudiera superar. Sin embargo, debemos tener presente que los fines comunes, legales y necesarios que limitan el despliegue de los derechos fundamentales, implican que no se contravenga el orden público, presupuesto para que “todos los integrantes de la comunidad puedan sentirse garantizados y asegurados en sus derechos e intereses”, como expresa Gustavo Rodríguez Azcue.
Para decirlo lisa y llanamente, sin orden público no hay Estado. Es quizás por eso que el Tribunal Judicial de la Unión Europea, en la sentencia Carpenter de 11 de julio del 2002, sostuvo que la privacidad podía ser válidamente coartada si el sacrificio se justificaba en la defensa del orden público y si la medida invasiva guarda proporcionalidad con el propósito que la justifica. De todos modos, este tema abre un espacio al debate que desborda el propósito que me ha motivado a escribir.
Lo de la sanción penal por la conducta omisiva ha sido también un tanto desfigurado. El verbo rector del ilícito del art. 26 no es negar, lo cual se podrá hacer siempre y cuando la DNI no motive adecuadamente su solicitud, si el requerido no tiene consigo la información que se le pide o si esta no se corresponde con uno de los supuestos tasados en la ley. La punición recae sobre la ocultación, pero no de cualquier dato baladí, sino uno que atente contra los intereses nacionales, que es el bien jurídico tutelado. Siendo así, la estructura típica de este injusto es de dificilísima configuración, por lo que, a mi juicio, no ha habido necesidad de disparar la alarma.
Tampoco olvidemos que existen vías jurisdiccionales -como la acción de amparo- para negarse justificadamente a acceder al requerimiento que la DNI que no se corresponda con una de sus atribuciones. En efecto, si no se enmarca en el atentado de personas o grupos “contra los intereses u objetivos nacionales, las instituciones del Estado, subvierta el estado de derecho, ponga en riesgo la seguridad nacional e interior, o trate de establecer una forma de gobierno contraria al ordenamiento constitucional…”, la solicitud sería ilegal y no tendríamos que acceder a lo peticionado por la DNI.
Es inexacta, por tanto, la especie de que “los ciudadanos, empresas e instituciones (estarían) a merced de una súper agencia con poderes cuasi dictatoriales”, como editorializó El Nacional. Como ha podido observarse, la libertad positiva, concebida como prerrogativa personalísima para ejercer un derecho de control sobre nuestros datos, está razonablemente protegida. Sin embargo, debemos saber que la esfera privada de cada uno de nosotros, pero, sobre todo, la de las comunicaciones, está llamada a coexistir en equilibrio con el interés general, cuya preservación, repetimos, el art. 8 constitucional pone a cargo del Estado como “función esencial”.
Ninguna sociedad democrática puede garantizar la seguridad nacional ni prevenir el terrorismo, narcotráfico, tráfico de armas y otras infracciones que amenazan la paz pública, si no es a expensas de sacrificios individuales. La propia Constitución dispone en su art. 75 que el goce de los derechos fundamentales va hermanado de deberes del mismísimo rango, cuyo cumplimiento se inspira en un “orden de responsabilidad jurídica y moral”.
Se trata de una simbiosis, por lo que nos toca cooperar con las autoridades para que la cláusula del Estado democrático no sea un postulado vacío de contenido. Sería naíf creer que la convivencia fraterna, unidad nacional y preservación de los medios que nos facilitan el desarrollo “de forma igualitaria, equitativa y progresiva, dentro de un marco de libertad individual y de justicia social, compatibles con el orden público”, son valores que no están indisolublemente relacionados con las labores de vigilancia que despliegan los organismos de seguridad.
Lo que la legislación en comento ha pretendido, o al menos así parece, es legitimar las circunstancias excepcionales en virtud de las cuales la DNI puede hacer lo que otrora se permitía el DNI al margen de regulaciones: intervenir en la vida privada de los demás, pero conforme a derecho y, desde luego, en sujeción a las restricciones que les imponen la Constitución y la propia Ley núm. 1-24.
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