El magnicidio de Jovenel Moïse desnuda agudos sinsentidos de la vida (y la muerte) en Haití.
Los tres políticos que disputan la legitimidad como sucesores, acordaron quince días de duelo oficial horas tras conocerse el asesinato. Pero mientras el cadáver permanece guardado en una morgue, los funcionarios y políticos tardaron una semana para recordar el detalle de que debían organizar un funeral de Estado. Las banderas ondean a media asta y el pueblo luce lleno de aprehensión por este nuevo descenso hacia la disolución de Haití como Estado digno del reconocimiento internacional. Casi nadie llora ni manifiesta tristeza o lamentaciones por el drama terrible de que Moïse recibiera doce balazos en la habitación de su casa, que su malherida esposa Martine sobreviviera milagrosamente o que sus hijos quedaran huérfanos.
La sordidez de la política y los manejos empresariales revelados en las investigaciones no parecen haber sorprendido a nadie. Investigadores e investigados lucen cómplices en el dispendio de trece mil millones de dólares recibidos en ayuda desde el terremoto de 2010.
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