Con frecuencia escuchamos a unos señores expertos –no sin cierta afectación y con tono maniqueísta- referirse a “los problemas estructurales” del país con un enfoque que, generalmente, es derrotista.
Cuando subrayan estas dificultades con un apellido anexo, que le confiere un aire de intrincado misterio, nos quieren decir que estamos ante lo irremediable. Los políticos profesan el mismo credo.
De ahí es que como la pobreza y la corrupción son “estructurales” –sólo para poner dos ejemplos- convivimos con estos fenómenos, que son partes de la cotidianidad, tan nuestros que, a veces, preferimos ignorar que están ahí.
Presto oídos sordos, porque me resultan palabras necias, al abordaje que los mesías redentoristas hacen de estas falencias con toda clase de promesas, algunas surrealistas y otras tan chistosas que parecerían provenir de la factura de Cuquín, Boruga o Raymond Pozo.
¿Es dable creer en el discurso anti-corrupción de alguien que se pasea sin rubor con una cohorte de gavilleros en busca de su botín? ¿Pueden convencer con la intención de redimir a los pobres cuando todo lo que hacen es reproducirlos en cada transacción que engorda sus propios bolsillos?
Si compiláramos todas las palabras puestas sobre el inocente papel (estudios, ensayos, leyes, decretos, resoluciones, convenios internacionales) obtendríamos una suerte de Biblioteca de Alejandría para la solución de la pobreza y la corrupción.
Todo está dicho y diagnosticado. El déficit es de acción. Y la empresa no es difícil. Los llamados “problemas estructurales” no son más que una cadena de pequeñas dificultades.
Necesitamos micro-gerencia, atacar sistemáticamente los minúsculos eslabones de la gran cadena, arremangarnos para dirigir el Estado con una lista de prioridades, un “checklist” que garantice las ejecuciones sin rupturas. Es como gobernar desde la calle. Esto supone un cambio drástico en la cultura del poder.
Twitter.com: @viktorbautista
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