Gonzálo Castillo es el “plan B” de esa cosa inexistente que se llama “el danilismo”. Danilo Medina solo tenía el “plan A”, es decir la modificación constitucional y su reelección, pero como por múltiples factores no se pudo materializar ha divido en tres etapas su vocación de eternidad. La primera es la configuración de un grupo de “alitas cortas” que alentó la competencia en el seno del PLD. Una etapa de pleitesías al perínclito por su bondadoso gesto de apertura. La segunda etapa es la aparición inesperada de la candidatura de Gonzalo Castillo. La tradición política dominicana nos ha enseñado que tras los afanes humanos la opaca y rutinaria armazón social termina aplastada por el poder despótico de los gobernantes. Es la larguísima tradición autoritaria de nuestra historia. De modo que Danilo Medina se repuso de la frustración del “plan A” , prolongándose hipotéticamente en Gonzalo Castillo. La tercera estación es la “rehabilitación”. Danilo Medina pretende reciclarse en la rehabilitación para volver en el 2024, y el “candidato” Gonzalo Castillo es a quien Danilo encomienda que le cuide el poder, porque más que un seguidor es un socio. ¡Gonzalo, guárdame eso ahí!
La desgracia histórica de este país es la plataforma ideológica del bonapartismo. Fue Carlos Marx quien tipificó estas formas carismáticas de representación , en su libro “El 18 brumario de Luis Bonaparte”, y aunque ya nadie cita al viejo marxismo, un vistazo a sus juicios, en particular al ciclo histórico que abre la Revolución francesa en 1789, nos permitiría entender la gravitación hegemónica de figuras como Joaquín Balaguer , Leonel Fernández y Danilo Medina en la historia contemporánea. La característica fundamental del bonapartismo es la subordinación de toda la sociedad al Poder ejecutivo. El más destacado de los regímenes bonapartistas que hemos tenido, después del año 1961, es el de Joaquín Balaguer. Pero cuando Balaguer subió al poder no se lo inventó. Balaguer es lo que es porque a la caída de Trujillo el aparato del Estado tenía un peso específico en riqueza nacional verdaderamente desproporcionado, puesto que el generalísimo reunía en su persona la riqueza propia y la riqueza del Estado. Balaguer administró todas las transiciones de ese super Estado, y subordinó a sus designios a la sociedad en su conjunto. Es lo mismo que ocurrió con Leonel Fernández, cuya idea de sí mismo, potenciada por la plataforma ideológica del bonapartismo, lo empujó a creerse el destino de todos.
En el bonapartismo la sociedad tiene una prohibición absoluta de inventarse a sí misma, únicamente el iluminado que detenta el poder del Estado participa de una manera de hacer el mundo. Rasgo que fija las conquistas sociales como objetos de posesión que brotan exclusivamente de su personalidad, y que las masas recibirán boquiabiertas, apabulladas, extasiadas y ensimismadas frente al prodigio. Es el bonapartismo de la historia dominicana el que ha legitimado con su práctica toda la depredación histórica del Estado. La desproporción de la corrupción y del despilfarro que hemos vivido en los dos últimos gobiernos de Danilo Medina tienen su fundamento en esta concepción bonapartista. Lo novedoso, sin embargo, es el modo de prolongación en el poder que, empinado sobre la ideología bonapartista, pretende materializar Danilo Medina. Selecciona a un socio que políticamente es un inepto, y mueve la modificación constitucional que le permitiría, según él se imagina, regresar al poder en el 2024. Nadie antes se había dado cuenta con tanta nitidez de lo que puede hacerse desde el aparato del Estado. Nadie ha descuajeringado más la institucionalidad de este país que Danilo Medina. Reelegirse, según él se imagina, mediante una relación “in absentia”, encarnado en un rentista sin ninguna capacidad política ni sensibilidad social, es lo peor que le pudiera ocurrir a este país. ¡Gonzalo, guárdame eso ahí! ¡Oh, Dios!
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