En uno de los considerandos de la Resolución 2699, aprobada por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en su 9430ª sesión celebrada el 2 de octubre de 2023, la cual aprobó la formación y el despliegue de una misión multinacional de apoyo a la seguridad en Haití, se resalta el llamado que hizo el Gobierno de Kenia el 21 de septiembre de 2023 para que esta organización ofreciera un marco adecuado para llevar a cabo dicha misión “como parte de una respuesta holística a los retos de Haití”. La pregunta que procede es la siguiente: ¿se corresponde la decisión del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas con una “visión holística” de la crisis de Haití? La respuesta es un no contunde. Parece que ni esta organización internacional ni los actores que juegan un papel decisivo en su Consejo de Seguridad han aprendido las lecciones que han dejado las misiones anteriores durante los últimos treinta años.
Haití lleva tiempo en una espiral descendente de autodestrucción que no parece tener fondo. La crónica crisis estructural y multidimensional que padece Haití desde hace décadas – política, institucional, económica, medioambiental y de seguridad- ha creado las condiciones para que, en ausencia de un Estado mínimamente funcional, un grupo de gangas hayan tomado el control del 80% de Puerto Príncipe, así como de otras zonas del país. Algunos de estos grupos armados informales, que se han hecho notables en los últimos meses por los secuestros, los asesinatos y todo tipo de violencia, han pasado ahora a ser actores políticos de primera línea en demanda de la renuncia del primer ministro Ariel Henry.
En ese contexto, la violencia ha adquirido otro giro: ataques a instituciones gubernamentales y a infraestructura crítica, incluyendo la toma del aeropuerto internacional Toussaint Louverture, así como el asalto a cárceles para liberar miles de presos comunes que se sumarán a las gangas y alimentarán el caos y la violencia infernal que predomina en las calles de la capital haitiana y otras ciudades de ese país. Se trata de una situación que evoca la imagen aterradora que construyó Thomas Hobbes en El Leviatán, según el cual donde no hay un poder común hay “una guerra de cada hombre contra cada hombre” y, lo peor de todo, dice él, “hay un constante miedo y un constante peligro de perecer con muerte violenta. Y la vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”.
La misión de las Naciones Unidas que estará a cargo de Kenia, la cual, dicho sea de paso, no se ha desplegado todavía cinco meses después de haberse creado, se queda muy corta de esa “visión holística” a la que se refirió el Consejo de Seguridad. Por supuesto, el primer objetivo de una misión internacional en Haití debe ser restablecer, aunque sea mínimamente, el orden y la seguridad para hacer posible que la sociedad y las instituciones comiencen a funcionar de nuevo. Pero se requiere mucho más. Otro objetivo debe ser reencauzar la vida política en ese país. Para lograr ese objetivo, una idea podría ser que el Consejo de Seguridad, en coordinación con la Organización de los Estados Americanos (OEA), designe un Enviado Especial fuerte, capaz y con experiencia (los líderes de CARICOM son muy débiles para jugar ese papel) que inspire el respeto de los dirigentes políticos, empresariales y sociales haitianos, los interpele a ejercer su responsabilidad y los lleve a asumir compromisos que se implementen progresivamente, con el respaldo de la misión militar de las Naciones Unidas, para ir creando un ambiente de estabilidad y gobernabilidad. Hay que reconocer, sin embargo, que la fragmentación política y social en Haití es tan pronunciada que resulta difícil saber cómo comenzar y a quiénes sentar en la mesa de negociación.
Una tarea de primer orden debe ser cambiar el sistema de gobierno semipresidencial con un Poder Ejecutivo dual (presidente y primer ministro), copiado de la Constitución francesa de la V República, el cual ha sido causa de interminables conflictos políticos e institucionales que han hecho imposible un mínimo de gobernabilidad. En su lugar hay que establecer un régimen presidencial que le otorgue mayor capacidad de acción al titular del Poder Ejecutivo, aunque con los contrapesos necesarios para evitar caer en una nueva forma de despotismo. Aunque el diseño institucional en sí mismo no es garantía de que los problemas se van a resolver, no hay dudas de que éste puede incidir, positiva o negativamente, en la estabilidad y la gobernabilidad de un sistema político. En el caso haitiano está más que demostrado que el modelo constitucional que se adoptó después de la partida de Jean-Claude Duvalier en la segunda mitad de la década de los ochenta ha sido completamente fallido y, por tanto, incapaz de producir un gobierno mínimamente funcional y efectivo.
Además de esas tareas, la más importante de todas es reconstruir el Estado haitiano. Durante años se le ha dado más importancia a las ONG que a las instituciones estatales, tal vez por la desconfianza en la capacidad que estas puedan tener para atender los problemas de la gente. Eso ha sido un grave error. Si bien debe haber un espacio para la contribución de la sociedad civil, lo más importante en Haití es construir un Estado fuerte y eficaz que sea capaz de proveer seguridad, recaudar impuestos, hacer inversiones públicas, ofrecer salud y educación a la población, proteger el medio ambiente, administrar justicia, entre otras tareas vitales. Si no se estructura el Estado, Haití seguirá indefectiblemente por el mismo derrotero que ha llevado hasta ahora.
El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas invocó en su resolución, como ha hecho en todas las resoluciones que ha adoptado sobre Haití desde 1994, el capítulo VII de la Carta de esa organización debido a que la crisis haitiana ha sido caracterizada como una amenaza a la paz y la seguridad regional e internacional. Pero, además, estamos en presencia de una crisis humanitaria de proporciones enormes que requiere una respuesta responsable de la comunidad internacional. Las imágenes grotescas de violencia en la capital haitiana, la destrucción material, el terror que impera, el hambre y la desolación que impacta a millones de seres humanos no puede seguir siendo algo marginal en el interés y el foco de atención de las Naciones Unidas y, especialmente, de los países con la capacidad y los recursos para movilizar la acción internacional. De ahí la pregunta para la cual no parece haber respuesta: ¿hasta cuándo?
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