La progresía, con su risible Dunning-Kruger y falsa superioridad moral, pretende atribuir la raíz de las pobladas en Francia a una alegada falta de inclusión de las comunidades de inmigrantes magrebíes, del Levante y de excolonias africanas. Falta que les hace recibir dos o tres cientos de miles de haitianos.
A nadie se le puede obligar a sentirse parte de la cultura de un país si no lo desea, aunque este lo acoja como inmigrante legal o irregular, ni siquiera si logra la ciudadanía como nacionalizado de primera generación o descendiente de inmigrantes. El problema son los guetos cuyos habitantes rehúsan aceptar las leyes y la cultura del país donde residen. Cualquier estado-nación que, bajo excusa de tolerancia, contemporización o caridad cristiana o atea, acepte en su seno a quienes no comparten sus valores, ideales y tradiciones, tarde o temprano colapsa para dar paso a algo nuevo y distinto.
Paradójicamente los protestantes invocan los derechos que Francia propagó y que en sus países de origen eran o son inexistentes, pero se niegan a aceptar sus obligaciones ciudadanas como europeos del siglo XXI.
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