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Jesús y la dignidad humana

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Flavio Darío Espinal

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En las luchas políticas e intelectuales que se libraron en los siglos XVII y XVIII contra el absolutismo, época en la que se plasmaron los conceptos clave del pensamiento liberal, dos ideas sirvieron de pilares básicos para repensar a los individuos, la sociedad y el poder: la igualdad y la libertad. Por una parte, con la emergencia del concepto de igualdad en la obra El Leviatán de Thomas Hobbes se puso en entredicho el paradigma aristotélico, asentado durante siglos, de que unos seres humanos estaban destinados de manera natural a ser superiores y otros a ser inferiores. Esta ruptura conceptual abrió un nuevo campo de pensamiento sobre cómo construir el poder sobre la base del acuerdo de voluntades entre individuos que racionalmente adoptan las reglas de su convivencia social. Por otra parte, con la idea de la libertad individual que emerge con fuerza en la obra El segundo tratado sobre el gobierno civil de John Locke se abrió también otra manera de concebir el poder, el cual debía ser limitado y dividido, para evitar que este sacrificara las libertades de las personas en nombre del orden y la seguridad.

            Con el telón de fondo de estas ideas que se plasmaron a mediados del siglo XVII se redactaron las primeras declaraciones de derechos en ambos lados del Atlántico: la Declaración de Derechos del Buen pueblo de Virginia, del 12 de junio de 1776, y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, del 26 de agosto de 1789. Ambas declaraciones están marcadas por las ideas de igualdad y libertad, independientemente de que estas declaraciones se llevaran a cabo con efectivad en la vida social. Sin embargo, ni en estas declaraciones ni en ningún otro documento de aquella época fundacional del liberalismo político apareció el concepto de dignidad humana, el cual vino a plasmarse alrededor de doscientos cincuenta años después en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, del 10 de diciembre de 1948. De hecho, el punto de partida de esta declaración de derechos de la época moderna, adoptada después de dos guerras mundiales consecutivas, es que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen como base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”.

            Así, el concepto de dignidad humana no sólo integra los de igualdad y libertad, sino que los redimensiona y los trasciende. Se trata, sin duda, de un concepto menos delimitable que los otros dos, pero a la vez de una hondura mucho mayor y de un alcance superior. La dignidad humana evoca ciertamente la igualdad y la libertad como condiciones esenciales de las personas, pero va mucho más lejos, esto es, tiene una fuerza moral que interpela a cada persona a tratar a los demás con el reconocimiento y el respeto de su humanidad, independientemente de su color, raza, género, religión, nacionalidad, orientación sexual, o cualquier otro rasgo o condición. No por casualidad nuestra Constitución, que es la “norma suprema y fundamento del ordenamiento jurídico del Estado (artículo 6), dispone que ella “se fundamenta en el respeto a la dignidad humana…” (artículo 5). De modo que, el elemento articulador y referente último de nuestro ordenamiento constitucional es la dignidad humana.

            Jesús, cuyo nacimiento celebramos los cristianos en esta época, no era un filósofo político que intervino en la historia para debatir con Sócrates, Platón o Aristóteles, ni tampoco fue, estrictamente hablando, un político que se propuso movilizar fuerzas sociales para alcanzar el poder. Aunque viéndolo bien, podría decirse que tuvo un poco de ambas cosas, pero lo más importante fue lo que dejó como ejemplo y como discurso en las múltiples y, con frecuencia, conflictivas situaciones que debió enfrentar. Lo que siempre sobresale en las situaciones que narran los evangelistas es el respeto de Jesús al valor intrínseco de cada persona, sin importar su condición. Rompió esquemas, prejuicios y exclusiones en un contexto religioso en el que un pueblo (el pueblo de Israel) se consideraba a sí mismo escogido por Dios, con exclusión de todos los demás, por lo que lo natural era que entendiera que su visión de Dios y del hombre, sus reglas y sus jerarquías fuesen incontestables.

No obstante, Jesús, que venía de esa tradición religiosa, las desafió de múltiples maneras, pues para él lo importante era la persona, sin importar sus características particulares, en su condición de hijas e hijos de Dios. Esto explica que él dejara a sus discípulos una regla simple, pero de una trascendencia enorme, que consiste en lo siguiente: “… todo cuanto quieran que les hagan los hombres, háganlos también ustedes a ellos…” (Mateo 7:12). Igualmente, al responder a quienes, en nombre de la ley, lo cuestionaban sobre cuál era el mandamiento mayor como forma de probar su saber, Jesús le respondió: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos cuelgan la Ley y los Profetas” (Mateo 22: 36-40). Coherente con esta visión, Lucas narra (6:36-42) cómo Jesús amonestaba verbalmente a quienes estaban prestos a condenar a los demás sin examinar sus propias faltas. “No juzguen y no serán juzgados, no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados…Porque con la medida con que midan se les medirá”.

Aquí está la esencia de la dignidad humana. Para los creyentes, ésta se sustenta, en último término, en la igualdad radical e irreductible que otorga la condición de ser hijas e hijos de Dios, lo cual nos interpela, como tantas veces ha dicho el papa Francisco, a reconocer y respetar al otro, a no juzgar ni excluir sobre la base de circunstancias que puedan no ser de nuestro agrado. En todo caso, lo importante es evocar en la celebración de la Navidad las enseñanzas de aquel nazareno que en todas las circunstancias en las que se encontró puso siempre en primer plano el respeto, el amor y la compasión hacia los demás, sin importar quiénes fueran, de dónde vinieran o en cuál condición social o religiosa se encontrasen.

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