Manuel Arturo Peña Batlle fue cancelado por la izquierda antes que surgiera la “cultura de la cancelación”. Esto no deja de ser paradójico pues Peña Batlle fue el primer representante dominicano de la “guerra cultural” en la que se enfrenta el progresismo y la ortodoxia y se asume la política como construcción de “hegemonía cultural” (Gramsci) y lucha entre “amigos” y “enemigos” (Schmitt).
Es comprensible, sin embargo, esta cancelación dado el rol desempeñado por el jurista, historiador, diplomático y político dominicano en la justificación ideológica del régimen de Trujillo y en la edificación de un discurso nacionalista anti haitiano que serviría de base a la actual jerga y política haitianofóbica de algunas de nuestras elites.
Peña Batlle fue dominicano, demasiado dominicano. Tanto, que creyó ver los orígenes del sentimiento nacional en el siglo XVII, “dos siglos antes de que despertara en estas tierras una conciencia política de autodeterminación”. Aunque tras su incorporación al trujillato conecta sus tesis con el hispanismo propiciado por la dictadura de Franco, no hubo un crítico más fuerte que Peña Batlle, en el sendero de Hostos, de las “férreas y absurdas disposiciones” que se dictaron “sobre el comercio con las Indias y que se convirtieron más tarde en el funesto sistema colonial español de los siglos XVI, XVII y XVIII” y del abandono de La Española por la metrópoli a partir del siglo XVII y, en especial, tras la cesión a Francia de la parte española de la isla en 1795.
Su originalidad es su optimismo: en contraste con la mayoría de los grandes pensadores dominicanos que le precedieron, ante la constatación de la trágica historia nacional, el autor de “La Isla de la Tortuga”, para usar sus propias palabras, no rezuma “en sus escritos el amargor invencible de su pesimismo”.
Aunque, tras su apoyo a Trujillo, contradijo muchas de las ideas de su “etapa liberal” (Bernardo Vega), hay que insistir en que su teoría de la nación dominicana, aún hispanófila, enfrentada a Haití y basada en que “la nación es historia y tradición” y que “los dominicanos no fuimos a la independencia impulsados únicamente por un ideal político, sino más bien obligados por necesidades apremiantes de preservación cultural, para resguardo y defensa de las formas de nuestra vida social propiamente dicha”, no es en puridad racista, como es claramente la de Balaguer, para quien, como ha señalado Michel Baud “el pueblo dominicano constituye una nación blanca, hispánica, que desde el siglo XIX ha estado amenazada por las tendencias imperialistas de otra nación, la cual a causa de sus orígenes africanos era inferior en muchos sentidos”.
Aunque se comenzó a valorar paulatinamente el pensamiento de Peña Batlle desde hace ya varios años (ver, por ejemplo, las obras de Danilo Clime y Manuel Núñez), lo cierto es que hay que rescatarlo para un nacionalismo democrático y liberal. El destacado polímata “nunca se identificó totalmente con Trujillo, ni con su gobierno” (Balaguer), aunque sí “llevó al trujillismo el único pensamiento ancilar que tenía una reflexión completa, y formó una culturología de base histórica, que había reflexionado conservadoramente la cuestión nacional” (Andres L. Mateo). Y es que, en verdad, como afirma Balaguer, Manuel Arturo Peña Batlle “sigue siendo la inteligencia más sólida y la conciencia más pura de su generación”.