México, la cuna del constitucionalismo social con la Constitución de Querétaro en 1917 y el país con una sólida tradición de control judicial de constitucionalidad que inventó la acción de amparo para la tutela jurisdiccional urgente de los derechos, hoy lamentablemente se está convirtiendo en un laboratorio patológico-constitucional que amenaza con inocular al cuerpo político de la nación mexicana con el virus del constitucionalismo autoritario-populista.
Este constitucionalismo es una “enfermedad autoinmune del sistema constitucional”, que se manifiesta en la conversión de los órganos estatales a cargo de la protección de los derechos de las personas y la defensa del orden constitucional, como es el caso del poder judicial, en órganos dependientes de los poderes políticos (ejecutivo y legislativo) que, en lugar de defender las instituciones de la democracia constitucional, propician su destrucción, dejando así de ser una “democracia combatiente”, es decir, “capaz de defenderse a sí misma”.
La enfermedad asoma con un conjunto de cambios constitucionales propuestos por el presidente Andrés López Obrador, el principal de los cuales es la reforma del mecanismo de elección de los integrantes del poder judicial. De aprobarse este cambio, los miembros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, los integrantes del Consejo de la Judicatura Federal, los magistrados del Tribunal Electoral Federal y en general todos los jueces de distrito y magistrados de circuito pasarían a ser elegidos por votación popular, con lo que más de 1,600 cargos judiciales se definirían en las urnas. La primera votación sería en 2025 y la elección se haría cada tres años. Las candidaturas no serían de libre postulación, pues serían los tres poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) los encargados de proponer un listado de candidatos que posteriormente sería depurado por comisiones de evaluación.
Con esta contrarreforma judicial a la Netanyahu, que busca supuestamente “democratizar a la justicia” y “legitimarla democráticamente”, en base al predicamento del “constitucionalismo popular”, más bien populista o populachero, se podrá controlar políticamente a esa molestosa judicatura -que le anula al presidente sus inconstitucionales decretos y leyes- mediante la adopción del fracasado modelo de Bolivia de elección popular de los jueces, criticado incluso por la American Bar Association allí en el museo de antigüedades políticas de las galápagos constitucionales de 38 estados de EE.UU., que lo utilizan para elegir jueces estatales, pero nunca federales, por la evidente politización que produce.
Y no es poca cosa lo que está en juego en México con esta contrarreforma judicial. Lo explica el eminente jurista Diego Valadés: “El constitucionalismo que se empezó a crear desde el siglo XVIII consiste en que no haya poderes absolutos. El constitucionalismo se construyó, justamente, para desmontar el absolutismo monárquico que había en Europa. Con esto, lo que estamos construyendo es un absolutismo presidencial”.
Pese a protestas de opositores, abogados, jueces, académicos y organizaciones de la sociedad civil y a la alarma de inversionistas y del principal socio comercial de México -Estados Unidos-, asustados por los riesgos que implica la politización de la justicia, la contrarreforma avanza sin obstáculos, pues el partido de López Obrador tiene las mayorías necesarias para aprobarla sin necesidad de consensuar con la oposición. Ojalá, México se salve de esta locura gracias a los mexicanos y por estar tan cerca a la vez de Dios y de Estados Unidos.
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