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La corrupción moral del trumpismo

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Por eso la violación -y la tortura, si no hubiese sido validada por el derecho penal del enemigo de gobernantes y juristas, cuando se usa contra alegados terroristas- es algo que se presume malo, sin necesidad de que aboguemos en su contra.

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Uno de los elementos esenciales del nacional populismo autoritario de Donald Trump es su abierto cuestionamiento de los principios del orden internacional, la democracia, el Estado de derecho y hasta de la moralidad social y cristiana, que son la base de lo que conocemos como civilización occidental, como podemos observar con la resucitación de la conquista territorial imperial y la imposición de la ley del más fuerte en el plano internacional, pasando por el desconocimiento de las ordenes de los jueces, hasta la persecución de los abogados opositores y defensores de los derechos humanos y el desmonte de la seguridad social.

Esto se evidencia, tanto en el plano de la jerga trumpista como de las acciones del gobierno de Trump, en el caso de los inmigrantes en estatus inmigratorio irregular. De tacharlos de delincuentes, “bad hombres”, se ha pasado a considerarlos terroristas sujetos a acciones gubernamentales grosera y manifiestamente violatorias no solo de las leyes estadounidenses sino también de los derechos consagrados en los instrumentos internacionales de derechos humanos.

El ejemplo más reciente de lo antes aseverado es la deportación de ciudadanos venezolanos a la colonia penal de Nayib Bukele, en una muestra más de tercerización de la violación de los derechos humanos por parte de Estados Unidos, como ya presenciamos con la subcontratación de la tortura de supuestos terroristas en centros clandestinos en el exterior, tras desatarse la guerra infinita contra el terrorismo tras los abominables atentados del 11 de septiembre de 2001.  

Stalin, Hitler, Trujillo, Fidel Castro, Pinochet -y, hoy, hasta el propio Putin- escondían sus delitos ante la opinión pública nacional e internacional. Vemos, sin embargo, como Trump, sus adláteres y lacayos, presumen en público de sus tropelías, regodeándose en las redes de su claro desconocimiento de las leyes nacionales e internacionales y de vulnerar deliberadamente la dignidad de seres humanos, como los inmigrantes, considerados deplorables, prescindibles, simple homo sacer (Agamben) sacrificables.

¿Por qué este descarado y obsceno desprecio de los inmigrantes, su dignidad y derechos? La respuesta la encontramos en Slavoj Zizek: “La moralidad no es nunca una cuestión exclusiva de la conciencia individual; sólo puede florecer si se apoya sobre lo que Hegel llamaba ‘el espíritu objetivo’ o la ‘sustancia de las costumbres’, la serie de normas no escritas que constituyen el trasfondo de la actividad de cada individuo y nos dicen lo que es aceptable y lo que es inaceptable”. Por eso la violación -y la tortura, si no hubiese sido validada por el derecho penal del enemigo de gobernantes y juristas, cuando se usa contra alegados terroristas- es algo que se presume malo, sin necesidad de que aboguemos en su contra. Lo que pasa ahora es que “nos encontramos en medio de un proceso de corrupción moral: quienes están en el poder están tratando de romper una parte de nuestra columna vertebral ética, sofocar y deshacer lo que es seguramente el mayor triunfo de la civilización: el desarrollo de nuestra sensibilidad moral espontánea”.

Esta corrupción es peor en democracias constitucionales defectuosas, de institucionalidad precaria, donde siempre será más fácil canalizar la indignación de las masas hacia el desprecio y el placer de dominar a los más débiles, discriminados, excluidos y extraños, en un régimen sadopopulista que autoriza a disfrutar el sufrimiento de los demás.

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