Quienes provenimos de una tradición política liberal o hasta la inspirada en lo que una vez se denominó doctrina social de la Iglesia, fuimos educados en valores. No fue una casualidad que el creador del PLD concibiera una cultura política que debía iniciarse en un proceso formativo, de estudio, de incorporación a unos valores y una visión de la vida.
En la tradición liberal la tolerancia tiene un lugar especialmente importante. Locke nos aportó sus cartas y ensayos sobre la tolerancia y su relación con el gobierno civil y la cultura republicana. Pero, mucho más allá de la tolerancia está el valor del respeto. Porque el respeto no es simplemente la aceptación del otro, sino el compromiso con garantizar que el otro tenga derecho, ejerza su potencial de existir.
Respetar es estar dispuestos a la tensión y el equívoco. No nace espontáneamente la vocación del respeto, sino que sólo puede ser el resultado de una acción que compromete nuestra voluntad, nuestra racionalidad y nuestra ética. Sentir de determinada manera frente a lo distinto es algo que sí surge espontáneamente, aunque hoy sabemos que hasta la espontaneidad es algo condicionado.
El respeto es el resultado de una resolución. Y nos obliga a acomodar nuestras emociones a nuestros valores y principios, de modo que nuestra conducta genere en el otro la confianza en que también somos garantes de sus derechos. El vínculo entre respeto y derechos es esencial y nada despreciable. No construiremos una democracia sino desde la garantía de los derechos.
Necesitamos educarnos en el respeto, en la tensión y el equilibrio de aceptar al otro como queremos ser aceptados nosotros mismos.
Esto, que podría parecer muy alejado de los imperativos de la práctica política, es una necesaria discusión ética que debemos acometer.