En las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 2020 parecía que Donald Trump obtendría su reelección relativamente fácil frente al demócrata Joe Biden, un candidato bien entrado en edad, con menos carisma que Trump y un tanto fuera de tiempo pues había dejado pasar la oportunidad de postularse a la presidencia cuatro años antes cuando era vicepresidente de Barack Obama y tenía una mejor plataforma para lanzar su candidatura. Por su parte, Trump tenía la ventaja del poder y se sustentaba en un electorado leal que veía en él un redentor que le prometía terminar de construir el muro en la frontera con México (y pasarle la cuenta a ese país), proteger la industria nacional con tarifas punitivas contra sus competidores, poner en su sitio a quienes se atrevieran desafiar a Estados Unidos, y, como dice su grito de guerra, “Make America great again”, todo con un tono racista, xenófobo y supremacista blanco.
Cuando los votos terminaron de contarse en esas elecciones quedó claro que la mayoría del electorado estadounidense optó por la propuesta que lucía más moderada, decente, tolerante y respetuosa de las reglas de la democracia y de la convivencia social. Biden sacó cinco millones más de votos que Trump, recuperó para la columna demócrata a estados como Michigan, Illinois y Wisconsin que el Partido Republicano había ganado en 2016, además de triunfar en estados tradicionalmente republicanos como Georgia y Arizona. Desconcertado ante esa contundente derrota, Trump alegó frenéticamente que le habían hecho fraude, pero sus reclamos fueron rechazados en todas las instancias posibles, tanto administrativas como judiciales, muchas de ellas controladas por miembros de su partido.
En las recientes elecciones en España acaba de suceder algo bastante similar, aunque se trata de realidades muy diferentes. En los días previos a las elecciones se proyectaba que la derecha combinada del Partido Popular (PP) y Vox obtendría una victoria holgada que marcaría el hundimiento de los socialistas y la izquierda en general, así como el comienzo de un nuevo ciclo en la política española dominado por la derecha. A última hora la mayoría del electorado optó por apoyar posiciones más moderadas y tolerantes ante el extremismo ultraderechista de Vox, al cual le propinó una contundente derrota, además de castigar al PP por este no tomar suficiente distancia frente a posturas extremistas de los oficiales de Vox en ciertas demarcaciones. De igual forma, el electorado español mostró su insatisfacción con la izquierda más extrema, representada por SUMAR, por ésta promover una agenda que interpela a grupos más reducidos en lugar de priorizar temas progresistas de carácter social con capacidad de interpelar sectores más amplios de la sociedad española.
No puede negarse que el discurso de la extrema derecha ha encontrado condiciones favorables de recepción en contextos sociales afectados por problemas tales como la inseguridad, el dislocamiento laboral como consecuencia de la competencia global, el impacto de los flujos migratorios ante las crisis que sacuden ciertas regiones y países, así como la incertidumbre que genera el surgimiento de nuevas demandas por el reconocimiento de nuevos derechos por parte de grupos emergentes que cuestionan los patrones tradicionales de conducta e identidad. Estas realidades han dado lugar a un discurso político crecientemente hegemónico fundado en el tribalismo y el nativismo, el nacionalismo extremo, el rechazo a la diferencia y la supremacía de lo propio -racial, étnico o cultural- frente a las amenazas de los nuevos bárbaros que representan los inmigrantes, los extranjeros y todos aquellos que optan por formas de vida distintas y reclaman nuevos derechos. A su vez, en el extremo opuesto del espacio ideológico se sitúa un cierto discurso progresista que se sustenta en lo “políticamente correcto”, que niega las tradiciones históricas, que sitúa lo global por encima de lo nacional en lugar de buscar sinergias entre estas dos dimensiones, que concibe a los individuos como si fuesen seres abstractos desconectados de sus contextos específicos y, por tanto, indiferente a arraigadas y legítimas sensibilidades comunitarias sobre las cuales no puede hacerse tabula rasa.
En todo caso, las experiencias políticas estadounidense y española muestran una huida esperanzadora del electorado de los extremos políticos como condición para recuperar y revitalizar valores tales como el reconocimiento de los derechos y las libertades de las personas, el pluralismo ideológico, la tolerancia ante la diversidad de creencias y opciones de vida, el respeto por las instituciones y el imperio de la ley. En el caso español, el electorado parece haber enviado la señal de querer un bipartidismo político que sustente la competencia democrática con alternancia, aunque la tarea que le dejó a la clase política de construir una coalición gobernante es de una enorme dificultad. En cambio, en Estados Unidos el bipartidismo es la base de estructuración del sistema político, pero uno de los dos partidos -el Partido Republicano- está dominado por una figura política divisiva, polarizadora y negadora de la tradición cívica y democrática de su propio partido que estuvo dispuesto a movilizar sus bases para desconocer los resultados electorales y dislocar la vida institucional del país con tal de mantenerse en el poder por encima de la voluntad popular.
Luchas similares se han producido en otros países con resultados disímiles. En Italia ganó la extrema derecha, al tiempo que el centro y la izquierda quedaron pulverizadas, mientras que en Brasil ganó un candidato de izquierda -Luís Ignacio Lula da Silva- sustentado en una coalición política amplia que enfrentó el extremismo ultraderechista de Jair Bolsonaro y de esa manera preservar la democracia. Otros casos, como el de Venezuela y Nicaragua en nuestra región, son ejemplos de giros hacia la izquierda que han desembocado en regímenes políticos autoritarios que niegan la competencia electoral, deslegitiman a sus opositores y despojan de derechos a sus ciudadanos.
En este ambiente político en que fuerzas de diferentes orientaciones ideológicas empujan hacia los extremos, el reto está en cómo preservar los valores y las instituciones de la democracia liberal, esto es: el reconocimiento de la igualdad, la libertad y la dignidad de cada persona, la protección de los derechos fundamentales, la promoción de la tolerancia a la diversidad y el pluralismo, la aceptación del contrario como adversario y no como enemigo, así como el uso político de la moderación y el diálogo como base de la gobernabilidad. Los extremos políticos conducen inevitablemente a la negación de estos valores, lo que hace necesario reivindicar la importancia de un centro vital en el que dichos valores se reconozcan y respeten, al tiempo que la vida democrática se enriquezca y fortalezca.
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