Cada vez que manifiestos inocentes caen abatidos a manos de policías la opinión pública reacciona frente a lo que considera un claro abuso policial. Pero las muertes en “intercambios de disparos” o en insólitas persecuciones o detenciones policiales de presuntos inocentes ha sido el día a día por lo menos desde que la guerra sucia contra la oposición a Balaguer (1966-1978) se transformó en la guerra sucia contra la delincuencia (1978 – hasta la fecha). Esa guerra ha crecido en el caldo de cultivo de un populismo penal que, en virtud de la alianza diabólica entre el sistema policíaco-penal, la prensa y las redes sociales, supone que no debe haber ninguna libertad para los “enemigos de la libertad”.
La pulsión autoritaria subyacente en el propio sistema apenas ha sido controlada por el Código Procesal Penal pero solo la nuevamente anunciada reforma policial, conducente a una policía profesionalizada, mejor entrenada, mejor pagada y plenamente reconciliada con los derechos, las instituciones y los mecanismos del Estado de Derecho y la moralidad del Estado transparente, que previene la corrupción y combate la criminalidad organizada al interior y al exterior del Estado, podrá conducirnos a un Estado que cumpla con la misión de brindar protección a las personas que habitan en su territorio y que, desde Hobbes hasta Locke, es la premisa fundamental del surgimiento del propio Estado. Allí donde el Estado no monopoliza la violencia (Weber) y esa violencia no se ejerce en el marco de las normas y conforme los procedimientos constitucionales y legales, no hay Estado y, mucho menos, real y efectivo Estado de Derecho.
Pero… ¿qué hacer en lo que se implementa efectivamente una reforma policial y se hace realidad la responsabilidad jurídica y patrimonial del Estado y sus agentes por sus desmanes contra la vida, la integridad física y los bienes de las personas? ¿Quedarán las personas a merced de la delincuencia común y organizada, policial y parapolicial? “La Constitución no es un pacto suicida”, como ha establecido la Suprema Corte de los Estados Unidos. Deben promoverse eficientes empresas de seguridad privada, sujetas a los controles y regulación por parte del Estado, y debe asegurarse un estado de cosas donde cualquier ciudadano, cumpliendo con las condiciones, posibilidades de entrenamiento, exámenes y controles legales públicos exigidos, pueda acceder al porte y tenencia de armas, para poder ejercer así la defensa de su vida y la de su familia en el “estado de cosas inconstitucional” de violencia física estructural que vivimos.
No todo el mundo tiene la suerte de andar con escoltas públicos, privados o provistos por la criminalidad organizada. La seguridad no puede ser derecho exclusivo de los más ricos. Por eso, y aquí coincido con las solitarias voces de Bonaparte Gautreaux Piñeyro y José Alfredo Guerrero, el desarme, desde Trujillo y Castro hasta Chávez y Maduro, ha sido la estrategia típica de las dictaduras y es una total locura para los ciudadanos honestos enfrentados a delincuentes públicos y privados armados hasta los dientes. A quienes hay que perseguir, detener, desarmar, juzgar y condenar, conforme las normas, es a los delincuentes.
Ernst Jünger contaba esta muy interesante anécdota: “En la antigua Islandia, por ejemplo, hubiera sido imposible un ataque a la inviolabilidad del domicilio en las formas en que ocurrió, como mera medida administrativa, en el Berlín de 1933, en medio de una población de millones de almas. Merece ser citado, como excepción honrosa, el caso de un joven socialdemócrata que en el pasillo de su apartamento abatió a tiros a medida docena de los denominados ‘policías auxiliares’. Aquel hombre continuaba siendo partícipe de la libertad sustancial, de la antigua libertad germánica que sus adversarios ensalzaban en teoría. Naturalmente, el mencionado joven no había aprendido eso en el programa de su partido […]. En el supuesto de que hubiera sido posible contar en cada una de las calles de Berlín con uno de esos casos, con uno solo, de otra manera habrían ido las cosas. Los períodos prolongados de calma favorecen ciertas ilusiones ópticas. Una de ellas es la suposición de que la inviolabilidad del domicilio se funda en la Constitución, se encuentra asegurada por ella. En realidad, la inviolabilidad del domicilio se basa en el padre de familia que aparece en la puerta de la casa, acompañado de sus hijos y empuñando un hacha en la mano”. Las libertades se conquistan. Como nos recuerda siempre el magistrado Milton Ray Guevara, citando al profesor Jean Gicquel, “el derecho constitucional huele a pólvora”.
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