Con la reforma a nuestra Carta Sustantiva de 1994 y la aprobación de la Ley núm. 327-98, de Carrera Judicial, se instituyó la inamovilidad judicial, proporcionándole a los jueces lo que hasta entonces era una proclamación constitucional vacía de contenido: independencia. De aquellos años a esta fecha, el camino recorrido ha sido largo, pero desafortunadamente no hemos llegado aún a buen puerto, porque sigue siendo tarea pendiente que una buena parte de nuestros jueces ejerzan sus funciones en condiciones de absoluta independencia.
Antes, en ausencia de los textos legales citados, ellos podían ser apartados de sus cargos a conveniencia del poder político, y no era por otra razón que se prestaban complacientes al juego de intereses y estrategias de sectores dominantes. No es ya el tema, pero tampoco puede negarse que en ocasiones son inquietados por pulsiones externas de diversa índole, en particular los de la jurisdicción penal, en cuyas facultades decisorias parecería haberse subrogado el Ministerio Público.
Pese a que la llaga sobre la que pongo el dedo ha tratado de ser sanada, la suma de muchos factores lo ha evitado, siendo la manipulación política el más preocupante de todos. Sin ánimo de ser agorero, tenemos que reaccionar para no correr el riesgo de retrotraernos a la justicia de gabinete del Antiguo Régimen, pues a la acción combinada de medios de comunicación y redes sociales, asombrosamente condicionantes del sentido de ciertas decisiones judiciales dictadas en el curso de meses recientes, se han sumado estímulos provenientes de la acera oficialista.
En efecto, se ha venido invirtiendo grandes sumas de dinero para despertar la alarma pública como mecanismo de terror difuso sobre los jueces, cuyas resoluciones dictadas con ocasión de la solicitud, revisión o apelación de medidas de coerción, han guardado exacta y tristísima relación con la aceptación “pública” que artificiosamente han fijado medios y redes a título oneroso. Al acceder a formar parte de ese tablero, jueces dóciles o atemorizados han ignorado que la justicia de calidad no es ni podrá ser nunca equivalente a justicia popular, sino todo lo contrario.
Las garantías procesales, tanto las que consagra nuestro texto supremo como la ley, han sido caricaturizadas por un estado de opinión inducido, el cual ha llegado al extremo de concebirlas como obstáculos de la justicia de Torquemada que el poder político ha estimulado. Duele que a estas alturas tengamos jueces que en lugar de ejercer la autoridad contra-mayoritaria, abracen como fuente de legitimación de sus decisiones el “consenso popular” del que el Ministerio Público se autoproclama portavoz.
Ese ménage a trois ha alumbrado lo que Luda Da Silva denomina “derecho penal populachero”, definido por el mismo expresidente brasileño como una elaboración predominantemente publicitaria. Efectivamente, el collage de jueces serviles, poder punitivo y comunicadores ha repartido prisión preventiva a los cuatro vientos en base a “argumentos coyunturales que no pasan de ser ocurrencias”, como explica Lula en el prólogo de una obra genial sobre este tema del maestro Raúl Zaffaroni.
Convendría no olvidar que la independencia judicial es una garantía fundamental, por lo que otorgarle a la opinión pública ese poder de condicionamiento del que carece, nos ha ido conduciendo de vuelta a los tiempos previos a la reforma constitucional de 1994. Creer que el pueblo es esa colectividad indeterminada que en función de estímulos circunstanciales comenta, reacciona y se desborda apasionadamente desde el teclado de un computador o teléfono móvil, es tamaña equivocación de la que todos, persecutores, perseguidos y espectadores, nos arrepentiremos.
Reconozco que las informaciones servidas desde algunos medios son movidas por el legítimo interés de informar, pero sería estéril negar que otros promueven juicios paralelos. Tampoco faltan los contaminados por intereses económicos o partidistas, dispuestos siempre a exacerbar el imaginario popular, siendo oportuno recordar los poderes salvajes a los que con sobrado acierto se refería Luigi Ferrajoli, y que pese a aludir la situación de la prensa en Italia, su país natal, las coincidencias con el nuestro hacen extrapolables las reflexiones del maestro.
Las fábricas de un seudoconsenso, o lo que es igual, las correas de transmisión de tendencias ajenas al deber de información, ha posibilitado la participación de jueces en el espectáculo que tiene lugar fuera –y a veces dentro- de las salas de audiencia de la jurisdicción penal. Para ello, se difunden pormenores de la investigación antes de que los imputados comparezcan a las audiencias de medidas de aseguramiento, amplificando esa masacre a la ley a través de redes sociales desde las que suele actuarse bajo el anonimato.
El fenómeno no es endémico ni reciente. Ha venido reproduciéndose con indeseable frecuencia en varios países latinoamericanos, y en el nuestro no es exclusivo de este período de gobierno. Tuvo lugar también en el cuatrienio pasado, valiendo de ejemplos las filmaciones del momento en que los imputados del caso Odebrecht fueron arrestados, así como también el caso bautizado como “Los Tres Brazos”, cuya acusación fue publicada en un matutino semanas antes de que se les notificara a los imputados.
Es de esa forma que se teatralizan los procesos como estrategia de desinformación consciente. ¿Qué debemos hacer? Propongo concebir una iniciativa legislativa, como ha ocurrido ya en países de Europa, en virtud de la cual se penalice la difusión en medios y redes de informaciones u opiniones que vulneren el derecho a la tutela judicial efectiva o que menoscaben la confianza del público en quienes administran justicia penal. Y para no hablar en abstracto, señalo el caso italiano, cuyo Código de Procedimiento Penal impide la publicación de cualquier tipo de información protegida por el secreto de las actuaciones de la etapa preparatoria.
Austria no le va a la zaga, ya que está tipificada como delito la influencia abusiva sobre cualquier proceso penal, entendiéndose como tal la difusión de datos o elementos de prueba que de alguna manera incidan en la formación de juicios de valor. Francia, a su vez, cuenta con la ley de protección de la presunción de inocencia y de los derechos de las víctimas, reformatoria de su Código Procesal Penal, la cual sanciona con multas severas la violación del secreto del sumario. En Italia y Portugal no es distinto, sin que nada importe que se trate de figuras públicas, pues como ha considerado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, esa condición no los priva del derecho a un juicio justo.
Como expresé, la sobre explotación sesgada de las noticias de corte judicial ha estado sentando cimientos inadecuados para formar la opinión pública, y es contra eso que debemos legislar. Si no lo hacemos, esta forma novedosa de dominio político sobre la justicia, idénticamente perniciosa a la de otrora, terminará enfundándole nuevamente a la justicia el disfraz que llevó por muy largos años: el de cenicienta de los poderes públicos.
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