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La justicia de lomo encorvado

las decisiones dictadas -independientemente de que en nada se corresponden con una interpretación normativa razonada- es comodín o vía expresa para alzarse con la presea de un asiento en las llamadas altas cortes.

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Como muchos deben ya saber, pasé recientemente a formar parte del consejo de defensa del ex procurador general de la República, Jean Alain Rodríguez Sánchez. Esto a pesar de que el autor de este artículo nunca se ha involucrado en actividades político-partidistas ni mantenía relación personal con el defendido, por lo que su decisión de incorporarme debe obedecer -o al menos es lo que supongo- al convencimiento de que mi asistencia en la protección de sus derechos y garantías fundamentales puede ser efectiva.

Lo que se ha develado frente a mis ojos luego de haber estudiado su expediente y situación jurídica, lo propio que las decisiones que ha venido adoptando la jurisdicción penal con motivo de la solicitud, revisión y apelación de las resoluciones de medidas de coerción, es decepcionante y, por supuesto, contrario a lo que debería la impartición de justicia en un Estado Social y Democrático de Derecho. Y justo eso es lo que pretendo compartir a seguidas con los lectores que me honran con su lectura.

Durante años escuchamos de comunicadores y actores políticos la tantas veces repetida especie de que un partido, el PLD, tenía bajo su absoluto dominio – cual si fuera marioneta – a la justicia dominicana, llegando algunos al extremo de aseverar a voz en cuello que la misma respondía como súbdita a los designios del otrora partido oficialista. Ahora bien, ¿cuál es la realidad que demuestran los acontecimientos del último año? Pues que esto no era más que un sofisma, toda vez que sin haber ocurrido ningún cambio en la organización judicial, aquellos jueces que presuntamente respondían a los mandatos del peledeísmo gobernante cuando la cantinela se hizo viral como estribillo contagioso, justo contra este sector político han venido fallando de espaldas a la Constitución, a convenciones internacionales y a las leyes.

Subyugados por el populismo penal y el lawfare o justicia paralela que se publicita a través del eslogan oficialista de «justicia independiente», esos jueces han encorvado sus lomos, prosternándoseles al Ministerio Público, actitud obsecuente y simpática que al menos en dos casos específicos ha conllevado ascensos. La lectura a partir de entonces es obvia: las decisiones dictadas -independientemente de que en nada se corresponden con una interpretación normativa razonada- es comodín o vía expresa para alzarse con la presea de un asiento en las llamadas altas cortes.

No pretendo explicar el porqué, pero la evolución de la impartición de la justicia penal a nivel universal ha conllevado la separación de dos funciones. Por un lado, se instituye un órgano que investiga y somete, mientras que el otro es un valladar de juzgadores que se encargan de examinar el accionar del primero, tanto en sus formas como el contenido de lo peticionado, para finalmente ajustarlo al ordenamiento y dictar decisiones que en principio deben ser justas y conforme al derecho.

Es precisamente allí donde el populismo penal abre la herida e inocula su veneno, desvaneciendo la necesaria línea que debe dividir las funciones de estos actores del sistema. En verdad, persecutores y juzgadores se han hermanado en un común propósito, con la lastimera significación de que estos últimos han devenido en sellos de goma de los primeros, permitiendo así que el escenario procesal que tiene por único y exclusivo fin la determinación de la sujeción del investigado al proceso, se transmute en “juicio popular”, de suerte que la medida cautelar sea concebida como pena anticipada de culpabilidad. Y ha sido así como la más extraordinaria y excepcional de todas las medidas de coerción, la prisión preventiva, ha pasado a ser la regla.

Con los árbitros de su lado, el Ministerio Público se enseñorea en los tribunales y asume la función de juzgar que les corresponde a otros que, como dije ya, esperan su momento para pasarles a las autoridades de turno la factura de su servilismo. Entretanto, el órgano persecutor, empuñando su arma letal, la justicia paralela, logra que sus desmedidas pretensiones se impongan abajo y arriba, y que gran parte de las garantías al debido proceso, como el estado de inocencia, el derecho a un juez independiente e imparcial y el derecho de defensa, terminen degradándose en mera poesía constitucional.

Este dantesco panorama es el que prevale en la actualidad, siendo el ex procurador general de la República, Jean Alain Rodríguez Sánchez, una víctima más. Está preventivamente privado de su libertad por ese populismo penal soliviantado desde medios y redes por la “justicia independiente”. Tanto es así que en palmaría violación al derecho a la dignidad humana, buen nombre y buena imagen, e incluso a la presunción de inocencia, se le denigró al estigmatizar la investigación en su contra como “Operación Medusa”.

Para enervar el morbo de la población no importó que los actores incurrieran en faltas disciplinarias y violaran la reserva de la fase investigativa, revelando datos e informaciones cuya disponibilidad es exclusiva para las partes. Y como si lo anterior no fuese suficientemente grave, en plena audiencia se le impidió al investigado ejercer plenamente su derecho a declarar, siendo de todos conocidos la vergonzosa afrenta cometida por un miembro del Ministerio Público ante la indiferencia de la jueza a cargo.

Para Jean Alain Rodríguez Sánchez, la audiencia de medida de sujeción fue un paredón. Le fueron masacrados sus derechos fundamentales sin que nadie haya protestado, ni siquiera ante la hipótesis de ser víctima de ese abuso cuando las circunstancias sean distintas. El corolario de todo lo antes descrito es la lastimosa valoración de los presupuestos de arraigo presentados, pues en su resolución, la magistrada Kenya Romero, en una interpretación macarrónica que trituró el contenido y espíritu de la ley, entendió que la existencia de abundantes elementos de arraigo familiar y social del investigado demostraban justamente la posibilidad de que el mismo se sustrajese del proceso.

Parte de la población quizás lo ignore, pero toda persona tiene derecho a la dignidad humana, a la libertad personal y considerarse inocente hasta que sentencia firme declare lo contrario, independientemente de que se encuentre o no sometido a los rigores de un proceso penal. Como bien sostenía la magistrada Germán cuando desempeñaba funciones judiciales, hasta tanto esa presunción no sea destruida mediante un fallo con autoridad de la cosa irrevocablemente juzgada, solo de forma extraordinaria y en caso de absoluta necesidad puede acordarse una cualquiera de las medidas de coerción previstas en nuestra normativa procesal penal.

Y en lo que a la prisión preventiva se refiere, su carácter excepcionalísimo implica que para imponerla no es suficiente la gravedad del hecho atribuido. Será siempre indispensable un elemento medular adicional: comprobar motivada y fehacientemente que el implicado no se someterá al procedimiento o que de forma constatable constituya un peligro para la investigación.

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