Cuando trasciende al mundo que el vicepresidente de Uruguay, Raúl Sendic, tuvo que renunciar al cargo, y casi seguramente tronchar su carrera política, por la denuncia de que había utilizado para gastos personales una tarjeta de crédito del Estado, muchísimos dominicanos resultan sorprendidos y preguntando cuál fue la magnitud del delito o por lo menos de la impudicia, que aquí no pasaría de indelicadeza.
Es más significativo por cuanto Sendic dimitió después de haber recibido una reprimenda pública de su partido el Frente Amplio gobernante, por excesos cometidos antes de ocupar la segunda magistratura del Estado, cuando era presidente de la petrolera estatal. Su condición de hijo de de uno de los fundadores del legendario movimiento guerrillero Tupamaros, del cual es homónimo, no impidió la censura, a la que se ha sumado gran parte de la opinión pública.
El diario madrileño El País resaltaba el martes que «de nada sirvieron las justificaciones de un ya inaudible Sendic cuando detalló que, en nueve años, el dispendio no superó los 4,000 dólares». Así como está escrito, el equivalente a 190 mil pesos, 2 mil 111 por año y 176 pesos por mes. Para los dominicanos los uruguayos son unos ridículos, porque aquí cualquier funcionario de alto nivel gasta o reparte miles de veces esa suma y nos parece normal.
Ya hace un mes que el incansable periodista santiagués Esteban Rosario publicó resultados de una auditoría de la Cámara de Cuentas según la cual Abel Martínez Durán repartió 7 mil 380 millones de pesos entre los años 2010 al 2015 cuando presidió la Cámara de Diputados, amparado en un capítulo denominado «transferencias corrientes al sector privado».
La mayor parte de esa enorme suma, 5 mil 571 millones de pesos, se destinaran a «personas de escasos recursos», y otros dos mil 185 millones fueron destinados a la compra de electrodomésticos y alimentos «para ser distribuidos entre los pobres».
Todo eso sin que la Constitución o ley alguna atribuya al presidente de la Cámara de Diputados la facultad de repartir dinero público. Y la Cámara de Cuentas dejó constancia de que no dispuso de los documentos que respalden el destino final de gran parte de esa suma, que dividida entre cinco, equivale a mil 476 millones de pesos por año y 123 millones por mes.
Fuera de algunos comentarios en las redes electrónicas y contados programas de radio y televisión, el informe publicado por el periódico digital Acento no parece haber perturbado a la sociedad. Y ninguna autoridad ha procedido a analizar esa auditoría para determinar si procede siquiera pedir explicaciones al generoso repartidor, un político que gastó un dineral, con cientos de activistas, para alcanzar la alcaldía de Santiago en los comicios del año pasado.
Hay razones para la perplejidad, cuando se conocen estos resultados y se advierte que el escándalo Odebrecht va camino a la impunidad absoluta, lo mismo que el de los aviones Tucano, donde tras más de un año «de investigaciones», el Ministerio Público sólo responsabiliza a dos militares y cuatro empresarios de los sobornos por 3.5 millones de dólares que confesó la empresa vendedora.
Ningún político ni legislador fue hallado culpable ni cómplice de un soborno para aprobar la compra de aviones por 92 millones de dólares, en un Congreso controlado ´casi absolutamente por el gobierno contratante. En ninguno de los dos grandes escándalos internacionales se ha investigado el componente sobrevaluación, y mucho menos el financiamiento de campañas electorales.
Vistos los hechos hay razón para recordar a la ilustre humanista Salomé Ureña, desaparecida hace 120 años, cuando deplorando las ruinas en que había caído la nación preguntó: «patria desventurada, qué anatema cayó sobre tu frente».
Hoy podemos exclamar, qué rayo cayó sobre la conciencia de esta sociedad que ve como condición de nuestra naturaleza la corrupción y que la justifica o tolera, asumiendo como insuperable la macabra danza de la impunidad que carcome el alma nacional.¿ Hasta cuándo? dominicanos y dominicanas.-
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