Uno de los cambios paradigmáticos más significativos que plasmó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 tuvo que ver con la garantía fundamental -madre de otras garantías- de que debe gozar todo justiciable en un proceso penal. En su artículo 9, dicha Declaración estableció que: “Puesto que cualquier hombre se considera inocente hasta no ser declarado culpable, si se juzga indispensable detenerlo, cualquier rigor que no sea necesario para apoderarse de su persona debe ser severamente reprimido por la Ley”. Hasta ese momento, la justicia penal se regía por un principio radicalmente distinto, esto es, aquel que situaba al acusado de un hecho penalmente castigable en una posición de extrema vulnerabilidad e indefensión frente a acusadores y jueces -verdaderos verdugos- que, desde el comienzo mismo del proceso, consideraban a esa persona como alguien indigno de contar con garantías reales para su defensa. Primaba la cosificación de quien se encontraba frente a un proceso penal.
Llegar a ese punto en la historia occidental, comienzo de un largo y tortuoso trayecto para hacer realidad esta nueva visión sobre el proceso penal, requirió transformaciones profundas en el entendimiento de la sociedad, el individuo y el poder del Estado. Fue necesario que Thomas Hobbes sentara por primera vez el principio de igualdad y que John Locke reivindicara la libertad personal como elemento central de la relación del individuo con el Estado, premisas que crearon las condiciones intelectuales y políticas para que surgieran los dos pilares fundamentales del constitucionalismo liberal-democrático: la división del poder (Locke) y la concepción de que el poder frene al poder (Montesquieu). Con estas ideas irradiando en ambos lados del Atlántico, se fueron cuajando las condiciones que hicieron posible las dos grandes revoluciones del siglo XVIII: la Revolución americana y la Revolución francesa.
La Constitución estadounidense no recogió el principio de la presunción de inocencia -este se desarrolló paulatinamente a través de legislaciones y decisiones judiciales-, a diferencia de la Revolución francesa que sí lo hizo en su declaración fundante del nuevo orden político, aunque en la práctica dicho principio fue ignorado de inmediato cuando se puso en práctica la maquinaria de la guillotina de la que muy pocos, de los bandos enfrentados, se salvaron. No obstante, este principio quedó plasmado en esa declaración histórica como expresión de una nueva visión sobre cómo el Estado debe tratar a los justiciables, lo que ha implicado casi doscientos veinticinco años de construcción legal, institucional y cultural para que este principio se sedimente como pieza fundamental de lo que se denomina el debido proceso.
La presunción de inocencia es la razón de ser y la base sobre la que descansan otros principios y normas del proceso penal: el derecho del justiciable de conocer sus derechos y garantías desde el momento en que es arrestado por cualquier autoridad; el derecho del justiciable de conocer con precisión qué se le imputa y las pruebas que el acusador tiene en su contra; la interdicción al acusador de usar pruebas obtenidas ilegalmente; el derecho del justiciable a no declarar contra sí mismo y permanecer en silencio; la obligación del acusador de actuar con objetividad y tomar en cuenta tanto las pruebas a cargo como las pruebas a descargo; la obligación del acusador de probar la culpabilidad del acusado más allá de toda duda razonable; el derecho de los justiciables de ser tratados, física y moralmente, como personas dotadas de dignidad, independientemente de la antipatía que estos pudiesen generar por los hechos que se le imputan. En fin, esta es la materia prima del proceso adversarial que dejó atrás el proceso inquisitorio y que se pone a prueba en cada vez que el Estado procura ejercer su poder punitivo.
Este cuerpo conceptual -jurídico, lógico y moral- genera grandes responsabilidades a cargo de quienes tienen la delicada y difícil tarea de representar a la sociedad en la labor de persecución contra quienes transgredan las normas penales y alteran con su accionar el orden social. Una de esas responsabilidades consiste en no crear situaciones y ambientes que lleven de antemano al público a estigmatizar los justiciables y determinar a priori su culpabilidad. Esto no implica, ni remotamente, que se menoscabe la potestad del órgano acusador de presentar pruebas sólidas contra quienes persigue y acusa ante la justicia y de que haga todo cuanto esté a su alcance para cumplir con la función que desempeñan por mandato de la Constitución y las leyes. Lo que sí conlleva, sin embargo, es la responsabilidad de evitar actuaciones que estén orientadas a crear la percepción en la sociedad de que tal o cual persona es culpable independientemente de lo que resulte del proceso penal.
Aquí hay que considerar el uso de la prisión preventiva como medida de coerción. Esta debe usarse con sentido de necesidad y proporcionalidad, nunca como mecanismo para obtener condenas anticipadas contra los justiciables. Nuestra Constitución sabiamente recogió este criterio al disponer, en el numeral 9 del artículo 40, que: “Las medidas de coerción, restrictivas de la libertad personal, tienen carácter excepcional y su aplicación debe ser proporcional al peligro que tratan de resguardar”. Con base en este mandato constitucional, de los jueces se espera que ejerzan su función de tutela con moderación y sabiduría, capaces de hacer un balance entre, por un lado, la necesidad de asegurar que el Estado pueda llevar a cabo eficazmente su labor de persecución contra quienes transgreden las normas penales y, por el otro, la necesidad de garantizar que el justiciable goce, en términos reales y no meramente retóricos, de la presunción de inocencia. Para lograr esto, el juez tiene que abstraerse de los ruidos mediáticos para enfocarse con serenidad en la tarea de determinar, en esa etapa incipiente del proceso penal, si a la persona imputada se le debe dictar, como medida extrema, prisión preventiva y, si fuese el caso, por cuánto tiempo, decisión que debe estar sustentada en criterios objetivos (constitucionales, legales y fácticos) y no para responder a expectativas o presiones de ningún sector, ya sea dentro o fuera del proceso que está llamado a titular.
La justicia -la verdadera justicia- es la que se obtiene en el marco de un proceso que ofrezca tanto al acusador como al justiciable lo que le corresponde: al primero, la oportunidad de presentar su acusación con la mayor fortaleza posible, mientras que al segundo, la garantía de que será tratado con el reconocimiento real de que goza de una presunción de inocencia y de que será juzgado con respeto al debido proceso. Seguro que eso era lo que tenían en mente los revolucionarios franceses cuando cambiaron drásticamente la concepción del proceso penal al poner la presunción de inocencia como la piedra angular de dicho proceso en torno a la cual se estructura todo el andamiaje de normas, garantías, procedimientos y recursos que lo caracterizan.
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