En “La rebelión de las élites y la traición a la democracia”, Christopher Lasch contradijo la tesis de Ortega y Gasset expuesta en “La rebelión de las masas” y afirmó que no eran las masas las enemigas del sistema democrático sino las élites. La “masa” ortegassiana no es la multitud, los iletrados, el proletariado, el populacho o las “clases peligrosas”. No. Son todos aquellos seres mediocres, de todas las clases sociales, sin conciencia política ni histórica, seducidos por el consumo y despreciadores del arte y la cultura. Los “sabios-ignorantes”, los “especialistas-barbaros”, los «idiotas especializados”, quienes, con mentiras contadas en el lenguaje de la masa, vuelven la democracia “mediocracia”.
Ortega y Gasset, al igual que José Enrique Rodó (“Ariel”) y José Ingenieros (“El hombre mediocre”), es elitista pues critica la “hiperdemocracia en que la masa actúa directamente, por medio de materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos”, pues “cree la masa que tiene derecho a imponer y dar vigor de ley a sus tópicos de café”. Muchos años después, frente al pelotón de la internet, Umberto Eco habría de recordarnos al filósofo español, al señalar que “las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas».
Pero volvamos a Lasch. Su tesis es que todas las actitudes mentales que tipificaban al hombre masa de Ortega y Gasset “son hoy en día más características de los niveles superiores de la sociedad que de los niveles inferiores o medianos”. La élite para Lasch no es plutocrática: está compuesta por gerentes, universitarios, periodistas, escritores, académicos, letrados, profesionales, funcionarios, que tienden a aislarse del resto de la sociedad y formar su mundillo aparte. Se trata de una minoría rectora que convive con las viejas oligarquías, que, en el caso de muchos países latinoamericanos, jugaron un rol fundamental apoyando los movimientos populares democráticos y posibilitando la transición del autoritarismo a la democracia. Estas nuevas elites muestran “el odio venenoso que se esconde tras la cara sonriente de la benevolencia de la clase media-alta”.
Carlos Raúl Hernández ha descrito brillantemente como estas élites, con su discurso “honestista”, “anti político” y “adanista” y su modelo de “demanda de resentimiento inducida”, contrario a las viejas clases dirigentes que posibilitaron en Venezuela la transición democrática en 1958, presentaron como un fracaso el desarrollo económico, social y democrático de la tierra de Bolívar y lograron convencer “a las clases medias de que vivían una sentina de corrupción”, aupando al poder el “mesianismo de la venganza colectiva” de Chávez quien, como “superhombre de masas” (Umberto Eco), con su ira añejada en dos años de cárcel, cual Conde de Montecristo redivivo y “halagado por instituciones que debían meterlo en cintura, triunfa ante partidos derruidos y recibe adulancia reptil de empresarios, gerentes de medios, intelectuales, políticos hasta que los pateó y devolvió a sus ratoneras”. Este es el “el origen de la tragedia” venezolana: “la traición de las élites”. Como se ve, el gran problema en nuestra América no es el populismo del pueblo sino el de algunas de sus elites.
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