De manera recurrente se escucha el reclamo, proveniente principalmente de voces del denominado sector nacionalista, de que haya unidad nacional en torno a la política oficial sobre el tema haitiano en cuya formulación las opiniones de este sector han tenido una influencia crucial. En principio, este reclamo parece válido, ya que nadie pone en duda que la crisis por la que atraviesa Haití, agravada al máximo por el colapso del Estado y el predominio de las bandas criminales, constituye una amenaza potencial a la seguridad del país, así como un riesgo de que se produzca una emigración descontrolada de haitianos hacia nuestro país. Por tal motivo, todos los sectores apoyan que el Gobierno dominicano reclame a la comunidad internacional que se involucre de manera decisiva en Haití sobre la premisa de que, dejados a su suerte, los actores internos haitianos no podrán superar la grave crisis que afecta a ese país.
En realidad, la opinión pública nacional está prácticamente de un solo lado cuando se trata del tema haitiano, lo que puede considerarse como un gran triunfo político para el sector nacionalista en tanto sus ideas son las que predominan en el debate y en la definición de las políticas públicas sobre esta problemática. En otros tiempos había un mayor balance de opiniones por la existencia de voces progresistas en organizaciones sociales, grupos eclesiales, medios de comunicación y fuerzas políticas que hacían sentir su parecer sobre los diferentes aspectos que inciden en la compleja cuestión haitiana. Sin embargo, desde hace algunos años esas voces han salido de la escena pública por razones que no viene al caso analizar, lo que ha traído como consecuencia una creciente homogenización del enfoque sobre el tema haitiano. Puede decirse que, salvo que ocurran hechos aberrantes y horrendos como la violación de una niña en un operativo de agentes de migración o la violencia cometida contra un policía dominicano quien, por el color de su piel, fue tratado como haitiano, prácticamente nadie saca la cabeza en defensa de la población de origen haitiano en el país.
No obstante, vale la pena plantearse si la unidad que se reclama en torno a esta cuestión es algo posible o deseable. Como punto de partida hay que decir que en una sociedad abierta, plural y democrática como la nuestra no es posible un consenso absoluto sobre ningún tema. Siempre habrá lugar a que surjan voces críticas sobre cualquier política pública o aspecto de la vida nacional. Esto aplica a la cuestión haitiana como a cualquier otra. Además de imposible, tampoco es deseable que se limite la capacidad de crítica, en este caso apelando al concepto de “unidad nacional”, pues si bien hay momentos o circunstancias que requieren decisiones y acciones que cuenten con el mayor consenso posible, siempre hay margen para la crítica, la disidencia y el debate. Esta es la esencia de una democracia constitucional como la que tenemos o deseamos tener en nuestro país.
Algunos ejemplos pueden ilustrar este argumento. Cuando surgió el diferendo con Haití por la construcción de un canal por parte de los haitianos que afectaría el flujo de agua del río Masacre, el Gobierno dominicano decidió desplegar fuerzas militares, incluyendo tanques de guerra, hacia la frontera, al tiempo que dispuso el cierre del comercio bilateral como medida de retaliación contra los haitianos. Ambas medidas fueron criticadas por algunos sectores del país por entender que ninguna de las dos constituía una respuesta efectiva a la naturaleza del conflicto, particularmente el hecho de que la prohibición del comercio terminaría afectando, como en efecto ocurrió, a productores y comerciantes dominicanos. A esos sectores se les acusó de hacerle el juego a los haitianos cuando en realidad se trató de un ejercicio legítimo de cuestionamiento en un ambiente democrático. Sin duda, esas medidas fueron muy populares desde el punto de vista político, pero lo cierto es que no lograron el cometido de parar la construcción del canal.
En cambio, en otro aspecto de la política sobre la cuestión haitiana hay mucho más consenso. Por ejemplo, nadie cuestiona al Gobierno por su decisión de no acoger refugiados haitianos debido a las complejas implicaciones que una medida de esta naturaleza conllevaría, como tampoco se critica los esfuerzos tendentes a proteger la frontera para prevenir que las bandas criminales impacten el territorio nacional o para responder ante cualquier flujo masivo de haitianos hacia nuestro país, lo que hasta ahora no ha sucedido. Puede decirse, incluso, que la realidad de caos y violencia que vive Haití ha incrementado el apoyo en la opinión pública a favor de la construcción del muro o verja perimetral, pues, a diferencia de otros tiempos, ya no se escuchan voces contrarias a esa medida.
Un tema que merece mayor debate, aunque no hay actores políticos ni sociales interesados en impulsarlo, es el relativo a la política de deportaciones. Ha causado irritación internamente que algunos organismos internacionales y entidades defensoras de los derechos humanos le hayan requerido al país que no deporte migrantes hacia Haití por la crisis humanitaria que está viviendo ese país. Como respuesta se argumenta que la República Dominicana tiene que hacer valer su legislación migratoria y que todo el que está en condición de ilegalidad está expuesto a ser deportado, sin hacer distinción entre quienes están recién llegados y quienes están asentados durante bastante tiempo en el país. El problema está en que, como se abandonó el plan de regularización o no se han adoptado medidas para rescatarlo, prácticamente todos los migrantes haitianos han quedado en estado de desprotección, a pesar de que una parte considerable de nuestra economía depende de la mano de obra haitiana. Tenemos, entonces, una población trabajadora migrante de la cual no es posible, aunque queramos, prescindir totalmente, pero esa misma población está permanentemente expuesta a ser deportada pues no tiene vía para su legalización.
El nuevo asesor del Gobierno en esta materia, José Miguel Vivanco, quien durante décadas fue un crítico del Estado dominicano desde su posición como director ejecutivo de Human Rights Watch Américas, puede aportar a balancear el enfoque oficial sobre esta cuestión tan vital en la política dominicana sobre el tema haitiano. En este ámbito, la pauta a seguir la dictó el Tribunal Constitucional en su sentencia 168-13 al exhortar al Poder Ejecutivo “a proceder a implementar el Plan nacional de regularización de extranjeros ilegales radicados en el país”. Ya hay un camino recorrido en esa materia, con unas 255,000 personas que se acogieron al plan de regularización de 2014 y cuyas informaciones personales y datos biométricos están asentados en los registros oficiales, por lo que no hay que crear un nuevo plan de regularización, sino recuperar el que se llevó a cabo mejorando las debilidades que pudo tener. Una medida de ese tipo, útil por demás para importantes renglones de la actividad económica, ayudaría enormemente a la República Dominicana a consolidar su imagen como un país democrático que avanza en la construcción del imperio de la ley.
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