El sistema de gobierno presidencial fue una creación de los constituyentes estadounidenses. La figura de un presidente para el gobierno federal de Estados Unidos fue uno de los temas más controversiales en los debates constitucionales de 1787, en torno al cual se posicionaron, por un lado, quienes abogaron por un Poder Ejecutivo fuerte sin mayores controles, como fue el caso de Alexander Hamilton, quien llegó a sugerir un monarca elegido o un presidente de por vida, y, por el otro, quienes abogaron por un Poder Ejecutivo fuerte, pero con limitaciones y controles, como fue el caso de James Madison. Al final prevaleció la visión de este último expresada en un sistema de gobierno basado en los frenos y contrapesos (checks and balances) en el que los diferentes poderes (Legislativo, Ejecutivo y Judicial) se contrapesan mutuamente.
En lo que sí estuvieron de acuerdo las diferentes corrientes de pensamiento fue en no ponerle límite al número de períodos que un presidente podía desempeñar. El modelo de los dos períodos surgió como una regla no escrita que estableció George Washington, primer presidente de Estados Unidos, quien, a pesar de su enorme popularidad y liderazgo incontestable, decidió retirarse luego de cumplir su segundo mandato. Esta regla se mantuvo intacta hasta que Franklin D. Roosevelt se postulara y ganara en cuatro elecciones consecutivas (1932, 1934, 1938, 1944) en el contexto de la gran depresión y la entrada más tarde de Estados Unidos a la II Guerra Mundial. En respuesta a estas reelecciones consecutivas sin límites, el Congreso propuso el 21 de marzo de 1946 la vigésimo segunda enmienda a la Constitución de Estados Unidos, adoptada el 27 de febrero de 1951, la cual estableció que ninguna persona podía ocupara la presidencia de Estados Unidos por más de dos períodos.
En los últimos cien años, en Estados Unidos sólo cinco presidentes no han podido reelegirse: Herbert Hoover (1932), Gerald Ford (1976) Jimmy Carter (1980), George H. W. Bush (1990) y Donald Trump (2020), aunque este último está intentando de nuevo llegar a la presidencia. Esto significa que en la experiencia norteamericana quien ejerce la presidencia lleva una ventaja frente a sus competidores.
En el caso de la República Dominicana, aunque el modelo de dos períodos lleva muy poco tiempo de vigencia, todo parece indicar que se está estableciendo un patrón similar a Estados Unidos. El primer presidente que se postuló en el marco de este modelo fue Hipólito Mejía, quien, aunque a mitad de su mandato en el 2002 se perfilaba para ganar la reelección, la crisis financiera de 2003-2004 dislocó todos los parámetros macroeconómicos, lo que dio lugar a un gran descontento popular que hizo posible el triunfo del presidente Leonel Fernández en las elecciones de 2004. Tanto este último como su sucesor en el 2012, el presidente Danilo Medina, se reeligieron para un segundo mandato. Otro rasgo notable es que, luego de que se estableciera el sistema de doble vuelta en 1994, el electorado ha elegido a los presidentes en primera vuelta, salvo en las elecciones de 1996.
Por supuesto, nada está escrito en piedra, por lo que siempre es posible que un candidato opositor le gane la competencia electoral a un presidente que se ha postulado a la reelección, pero la experiencia indica que para ello se requieren, al menos, dos condiciones: una, que haya una gran insatisfacción con el presidente que procura la reelección, y dos, que se haya construido una alternativa electoral viable que canalice de manera efectiva el disgusto popular. La encuesta Greenberg Quinlan Rosner (GQR), publicada por Diario Libre, muestra que hay problemas que generan insatisfacción y descontento en el electorado dominicano, pero no parece ser que sea a un nivel que pongan en riesgo la reelección presidencial, o tal vez la oposición no ha podido capitalizar ese descontento y construir una alternativa viable frente al presidente Luís Abinader.
De hecho, a pesar de los factores que generan malestar en el electorado, especialmente la inseguridad y el costo de la vida, la encuesta Greenberg muestra que, desde noviembre 2023 a esta parte, las preferencias a favor de Abinader han aumentado sustancialmente en las regiones Norte y Sur, al pasar del 44 al 60 por ciento y del 45 al 62 por ciento, respectivamente, así como también en el Gran Santo Domingo, al pasar del 43 al 52 porciento. Dada la gran concentración de electores en esta última región, ganar esta plaza o ser competitivo en ella es clave ya sea para ganar en primera vuelta o para forzar una segunda vuelta electoral, por lo que lo que suceda en esta gran plaza será decisivo en los resultados de las elecciones presidenciales.
Curiosamente, el Partido Revolucionario Moderno (PRM) ha puesto en el centro de su mensaje político en el último tramo de la campaña electoral la consigna de que su candidato va “rumbo al 70 por ciento” (algunos más exaltados hablan hasta del 80%), lo cual resulta contraproducente desde cualquier ángulo que se vea. En efecto, esta estrategia tiene, al menos, tres problemas: uno, este discurso político implica que el partido de gobierno se presenta con la vocación o la pretensión de ejercer una representación cuasi universal del electorado dominicano, lo que traería como consecuencia que la oposición sería prácticamente pulverizada, al estilo El Salvador, algo verdaderamente problemático para el sistema de partidos que sustenta el funcionamiento de la democracia; dos, cualquier porcentaje significativamente menor a ese 70-80 por ciento que obtenga el presidente Abinader (aunque se trate del sólido 58 por ciento que le otorga la encuesta Greenberg), se percibirá como un cierto fracaso por no haber cumplido la alta expectativa que su propia campaña generó; y tres, en el caso de que la candidatura de Abinader alcance el 70 por ciento o más, este resultado generará cuestionamientos válidos de parte de la oposición sobre cómo se pudo lograr un porcentaje tan alto que sólo alcanzan regímenes de corte autoritario, como sucede con Putin y Ortega, lo que, quiérase o no, terminará empañando el triunfo electoral.
En todo caso, siempre es bueno recordar que la última palabra la tiene el pueblo y que sólo se conoce su verdadera voluntad cuando se abren las urnas y se cuentan los votos. Resta desear que de aquí al día de las elecciones el proceso transcurra en un ambiente competitivo pero respetuoso, así como que haya una gran participación electoral, de modo que se ponga de manifiesto una vez más el carácter democrático de nuestro sistema político, la vocación cívica de nuestro pueblo y el compromiso de todos de seguir avanzando por el camino de la estabilidad, la gobernabilidad y la consolidación de las instituciones democráticas.
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