Las grandes revoluciones comunistas del siglo XX fueron, según Gramsci, “revoluciones contra [el libro] El Capital” de Marx, que emergieron en países de bajo nivel de desarrollo capitalista e industrial y con preeminencia de relaciones sociales precapitalistas o semifeudales (Rusia y China).
La economía política de las revoluciones en América Latina es diferente: nuestras revoluciones acontecen en países prósperos. Por ejemplo, el PIB per cápita de España y Cuba estaba a mediados de los 1950 en los 2,000 dólares, siendo en 1958 el 3º más alto de América Latina, apenas superado por Venezuela y Uruguay. En 1953 el nivel de alfabetización en Cuba era de 76,4%, el 4º más alto de América Latina. La esperanza de vida al nacer en Cuba en 1958 era 64 años, solo por debajo de Argentina (65) y Uruguay (68). En 1958 Cuba tenía la menor mortalidad infantil de la región: 4/1000. Entre 1958 y 2007, en cuanto a número de teléfonos, periódicos y autos por cada 1000 habitantes, Cuba pasaría del puesto 3º, 3º y 5º, respectivamente entre 20 países latinoamericanos, al 18º, 20º y 16º.
Venezuela es otro ejemplo. Como afirma David Mayorga, “alguna vez hubo en la esquina superior de Suramérica un país diferente: con carreteras e infraestructuras de lujo, una clase media que se daba el lujo de adquirir productos de las mejores marcas e ir fines de semana completos a Estados Unidos, y una clase alta que se preciaba de comprar apartamentos de lujo en Miami. En aquel país, bendecido con unas reservas petroleras enormes y con precios internacionales altos para sus exportaciones, el desempleo se mantenía en niveles considerables frente a los de sus vecinos, el nivel de consumo estaba por encima de la media regional y, pensando en un futuro mejor, se invertían grandes presupuestos en educación universitaria y servicios sociales. Solían llamarlo la ‘Venezuela Saudita’”. Hoy los niveles de desigualdad en Venezuela, según el Coeficiente de Gini, son comparables con los de Nigeria y otros estados africanos.
Cuba y Venezuela, al momento de la entronización de Fidel Castro y Chávez, eran economías rentistas y monoexportadoras (azúcar y petróleo). Al igual que el Chile de Allende: una economía fundamentada en el cobre, el denominado “sueldo de Chile». En el hasta ahora todavía “milagroso” Chile de Gabriel Boric, en 2020 el cobre representa el 11.2% del PIB, produciendo Chile a octubre de 2021 casi un tercio del cobre a nivel global (28%) y poseyendo el 23% de las reservas mundiales del mineral. Parecido también es el caso de Argentina, el “granero del mundo”, una superpotencia agroexportadora a principios del siglo XX, que tenía una renta per cápita equivalente al 92% del promedio de las 16 economías más avanzadas del mundo, y que se vería arruinada por el proteccionismo y el eterno peronismo.
La renta de la monoexportación ha financiado revoluciones, estatismo y populismo en nuestra América. Democracia y prosperidad económica solo podrán verdaderamente consolidarse “sembrando petróleo, cobre, soja y cereales”, es decir, diversificando economías y exportaciones. ¿Hasta cuándo una economía diversificada como la dominicana, la 9na economía más grande de América Latina, será un seguro contra los terroríficos inventos estatistas, socialistas y populistas? Como diría Pedro Mir, “apenas surge la realidad y se apresura una pregunta, ya está la respuesta”.