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Legismanía

Si se ignora este justo reclamo ciudadano al legislador de paciencia, ¡entonces solo nos queda la opción de comer salchichas! Y es que, como bien decía Otto von Bismarck, “con las leyes pasa como con las salchichas: es mejor no ver cómo se hacen”.

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Vivimos lamentablemente en un mundo de “legislación motorizada”, como bien y preclaramente advirtió en 1946 Carl Schmitt. La “hiperinflación legislativa”, la superabundancia de leyes, las “leyes desbocadas” -o, más bien, la “legislación incontinente” proveniente de un Estado que “se ha convertido en una ametralladora que dispara leyes”, como señalaba Eduardo García de Enterría citando a Ortega y Gasset- que sufrimos, se debe, en gran medida, a la propia existencia de un Estado social y democrático de derecho que, contrario al viejo Estado liberal del «laissez faire, laissez passer», interviene activamente en un cambiante ámbito económico y social que amerita muchas veces rápidas reformas legislativas.

Lejísimos están los tiempos en que el legislador se enorgullecía de elaborar códigos sistemáticos, como los napoleónicos, con vocación de permanencia. Muchas de las leyes hoy son “leyes parche”, “leyes pastiche”, leyes “copy and paste”, que no responden a un modelo y que más bien plasman disímiles reclamos de lo más diversos grupos. Peor aún: proliferan las “leyes medida”, “leyes singulares” que cuestionan la generalidad como característica esencial de la ley y que, por ende, chocan frontalmente con el principio de igualdad.

El fenómeno, como bien afirma Gabriel Boragina, está vinculado al síndrome de la “legalitis o legismanía, que podría definirse como pasión por las leyes o por legislar todo lo legislable y también lo no legislable”. Se trata de “legislación simbólica” aprobada por políticos que quieren aparentar que están haciendo algo y que, en el plano del poder punitivo del Estado, se manifiesta en el derecho penal simbólico, un derecho, en palabras de Winfried Hassemer, como “pura fanfarronada”, un derecho “con una función de engaño” y que, en el fondo, es fruto de un panpenalismo, derecho penal máximo que, aparte de autoritario y de no responder al principio de intervención mínima, pretende que el derecho penal resuelva todos los problemas de la sociedad, para que así el Código Penal sea sencillamente el “compendio de los fracasos de la sociedad”.

Si a la proliferación legislativa añadimos el maremágnum reglamentario de la Administración y de las autoridades independientes regulatorias, es claro que se requiere ser no tanto un abogado sino un científico de la teoría del caos para poder determinar a ciencia cierta cuáles normas están vigentes, derogadas o modificadas, con todo lo que ello implica para la seguridad jurídica del ciudadano de a pie.

Ante esta situación, aparte de actualizadas bases de datos legales, una buena técnica legislativa y la necesaria mejora regulatoria, solo cabe exigir a los legisladores y al poder reglamentario que eviten la peligrosa “rabia por concluir” de que nos hablaba Gustave Flaubert y que, según Albert Hirschmann, conduce a adoptar políticas públicas a la carrera y sin un debido consenso.

“Apresúrate lentamente”, decía el emperador Augusto a sus ayudantes, lo que, para el historiador Suetonio, significaría una especie de llamado a “caminad lentamente si queréis llegar antes a un trabajo bien hecho”. O, como diríamos en nuestros lares, “vísteme despacio que voy de prisa” porque “el que espera lo mucho espera lo poco”. Si se ignora este justo reclamo ciudadano al legislador de paciencia, ¡entonces solo nos queda la opción de comer salchichas! Y es que, como bien decía Otto von Bismarck, “con las leyes pasa como con las salchichas: es mejor no ver cómo se hacen”.

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