En el tomo 8 de su Tratado de Derecho Administrativo, Gordillo sostiene que en su acepción más pura, el término “gobierno designa el conjunto de los tres poderes del Estado: Poder Judicial, Poder Ejecutivo, Poder Legislativo”. Ese y no otro es el sentido que nuestra Constitución le atribuyó en su art. 4:
“Gobierno de la Nación y separación de poderes. El gobierno de la Nación es esencialmente civil, republicano, democrático y representativo. Se divide en Poder Legislativo, Poder Ejecutivo y Poder Judicial. Estos tres poderes son independientes en el ejercicio de sus respectivas funciones…”.
Sin embargo, al llegar al art. 122, el “gobierno” deja de ser la suma de los tres poderes clásicos y pasa a ser el conjunto de órganos y entes del Poder Ejecutivo, reconociéndole a su representante la condición de jefe de gobierno. El desglose de las disposiciones que le siguen preserva la armonía de esa partitura, señalando el art. 128.2 las atribuciones de que es titular en base a dicha condición.
A su vez, el art. 134 expresa que la función de los ministerios es “el despacho de los asuntos de gobierno…”, mientras que el art. 137, al definir al Consejo de Ministros, se mantiene dentro de las líneas del pentagrama: “[es] el órgano de coordinación de los asuntos generales de gobierno”, cuya finalidad consiste en organizar y agilizar el despacho de los asuntos propios “de la Administración Pública”. Aunque omite apellidarla, es claro que se refiere a la Administración Pública bajo dependencia del Poder Ejecutivo, toda vez que su ámbito de autoridad no abarca los órganos de los otros dos poderes públicos ni los extrapoder, como tampoco los entes territoriales.
De manera, pues, que el constituyente del 2010, siguiendo la vieja tradición francesa, llamó “gobierno” al Poder Ejecutivo, y nada distinto hizo el legislador cuando aprobó la Ley núm. 247-12, cuyo art. 14 establece lo siguiente: “Son órganos de gobierno del Estado y de máxima dirección de la Administración Pública, la Presidencia de la República, la Vicepresidencia de la República, el Consejo de Ministros y los ministerios que se crean por ley”.
Las notas se siguen ordenando en función de la misma tesitura: el art. 16 pone a cargo del mandatario “el despacho de los asuntos de gobierno”, en tanto que el art. 17.3 prevé entre sus potestades la de “Dirigir las tareas del Gobierno y la actividad de conjunto de la administración pública central y de la administración descentralizada funcionalmente”. Como se advierte, “gobierno” ha sido entendido como el gabinete ministerial, o mejor, como el conjunto de los órganos administrativos del Poder Ejecutivo cuyas actuaciones se imputan al Estado como persona jurídica.
Ahora bien, los actos que dicta el presidente de la República, ¿son derogables o revocables? En mi opinión, no hay una respuesta unívoca, y no la hay porque pueden ser de diferentes índoles y generadores de efectos diversos; por un lado, están los actos meramente administrativos, tales como permisos y concesiones, y por el otro, los normativos y los actos de gobierno de naturaleza política y extranormativa, pudiendo citar entre estos últimos la designación de funcionarios públicos y la declaratoria de utilidad pública.
En unos y en otros, la voluntad del primer mandatario suele expresarse mediante decretos. La falta de densidad normativa de este tipo de acto, y muy particularmente la que acusa el art. 128.1 b) constitucional, se debe, en mi opinión, a que no corre parejo con los que contempla la Constitución española, cuyas disposiciones ejercieron un notable influjo sobre las nuestras del 2010. A modo de ejemplo, el art. 86.1 de la Carta Magna del país ibérico señala que “En caso de extraordinaria y urgente necesidad, el Gobierno podrá dictar disposiciones legislativas provisionales que tomarán la forma de decretos-leyes…”, potestad igualmente incorporada en las constituciones francesa, italiana y alemana, entre otras.
Aunque el vocablo “gobierno” en el texto constitucional español tiene el mismo alcance que en el nuestro, el decreto no es el acto mediante el cual el primer mandatario adopta las decisiones de gobierno que tiene atribuidas constitucional o legalmente, sino un instrumento normativo excepcional que responde a una larga evolución histórica. Cierto que existe también el “real decreto”, de variadísimo contenido, pero se trata de una forma jurídica que aunque incluye las decisiones administrativas (art. 97 CE), no es la clase de disposición ligada intrínsecamente a la marcha del Estado que entre nosotros está reservada al presidente de la República.
Esté o no equivocado, lo cierto es que ante la carencia regulatoria del decreto, debemos refugiarnos en la doctrina comparada para saber que se trata de un tipo de acto administrativo de una autoridad en materias de su competencia. Sin la precisión deseada, nuestra Constitución la prevé como la forma preponderante de participación del presidente de la República. Su tipología es amplia e indeterminada, pero el criterio de clasificación que interesa a los fines de este artículo es el material o de contendido: los normativos, de alcance general y abstracto, y los administrativos, de alcance particular.
En efecto, si crea normas jurídicas, sería un reglamento, facultad permanente consagrada en el citado art. 128.1 a) de la Carta Sustantiva, similar al art. 189.11 del texto constitucional colombiano. En cambio, si dispone una norma particular, estaríamos en presencia de decretos simples o actos administrativos. La función del primer tipo consiste en desarrollar la ley y facilitar su ejecución, mientras que los últimos permiten la ejecución de actividades preferentemente administrativas de conformidad con el elenco competencial de los arts. 128 y 17 de la Constitución y la Ley núm. 247-12, respectivamente.
Entremos ya en materia: a la Administración Pública se le reconoce, como es sabido, la potestad de autotutela declarativa, esto es, volver sobre algunas de sus decisiones. Sobreviene del ejercicio de una habilitación reconocida por el ordenamiento jurídico, siendo los únicos medios para hacerlo, según la Ley núm. 107-13, la revocación y la invalidación.
Sigue en circulación la noción estricta que presenta la revocación como eliminación del acto administrativo por razones de oportunidad. Eduardo García de Enterría la define como la retirada definitiva por parte de la Administración de un acto suyo anterior “por razones de mérito, oportunidad o conveniencia, por cuanto no supone confrontarlo con el principio de juridicidad, sino someterlo al criterio subjetivo de la propia Administración”.
En nuestro ordenamiento jurídico no existen competencias implícitas; el art. 138 constitucional exige que las potestades estén expresamente atribuidas, no pudiendo autoridad alguna arrogarse otras facultades que las expresamente conferidas. Es el principio de legalidad administrativa o de vinculación positiva (positive bindung), que supone la sumisión de los actos concretos de una autoridad administrativa a disposiciones de carácter general previamente en vigor.
El Consejo de Estado colombiano, refiriéndose a dicho principio, ha sostenido que “tiene un mayúsculo valor normativo que… sujeta las situaciones y relaciones al imperio jurídico y a la obediencia del derecho… en tanto los administrados pueden hacer todo aquello que no les está prohibido por el orden jurídico, las autoridades únicamente pueden hacer lo que les está legalmente permitido y autorizado”. Siendo así, ¿de dónde proviene el poder derogatorio y qué norma legal faculta al presidente de la República a hacer uso del mismo?
En verdad, no existe precepto alguno que le confiera al mandatario la potestad de derogar sus actos. Se trata de una “institución típicamente legislativa; es, por decirlo de algún modo, el complemento de la promulgación como acto deliberado de creación de normas jurídicas”, explica Josep Aguiló Regla. Pudiera convenirse que la derogación resulta de la atribución de promulgar: “Promulgación y derogación son actos normativos complementarios que tienen su razón de ser en el hecho de que la potestad legislativa, de la que son una manifestación”, sostiene con propiedad el mencionado autor, quien aclara: “La derogación no puede ser definida como uno de los modos de perder validez de las fuentes del Derecho ni de las normas jurídicas”.
Le asiste la razón; una norma es válida cuando lo dispuesto en ella debe cumplirse, y las que son derogadas rigen para las situaciones nacidas durante el tiempo que ella estuvo en vigor. Es lo que se conoce como principio de ultraactividad. Para decirlo más claro aún, la derogación, como cambio deliberado de la voluntad normativa con efectos ex nunc, a través del cual la disposición derogada deja de existir como fuente del Derecho solo hacia el futuro.
Hechas estas reflexiones, no queda más que despejar la curiosidad que me mueve a escribir: el decreto, ¿se extingue por derogación o revocación? Aventuro aquí una respuesta: si es de tipo normativo, se deroga. Por ejemplo, si el presidente de la República pretende dejar sin efecto un reglamento o modificar la adscripción de un organismo autónomo y descentralizado, lo correcto es hacerlo por vía de la derogación.
En cambio, si se trata actos administrativos, sean o no en ejecución directa e inmediata de la Constitución, procede la revocación. Para valerme de otro ejemplo y cerrar estas osadas disquisiciones mías que pudiesen ser abordadas con mucha mayor propiedad por los colegas Flavio Darío Espinal y Eduardo Jorge Prats, la designación de un funcionario en sustitución de otro, en la inciden razones de oportunidad o conveniencia, debe hacerse revocando el decreto en virtud del cual se nombró al servidor destituido. En definitiva, es el contenido del decreto cuyos efectos pretenden aniquilarse lo que determina el medio apropiado para hacerlo.
Recibe las últimas noticias en tu casilla de email