¿Éstos, señor, son muertos de tu ira? ¿Los del huracán Matthew, Padre del Alba, son los muertos del agua? ¿No está Dios inscrito en las cosas, como decía San Juan de la Cruz, extasiado ante el amanecer? ¿Y si Dios es como un prójimo, por qué su mano fuerte sólo azota a los pobres, los olvidados, los excluidos de la riqueza material? ¿Qué mueve la riada que se lleva todo a su paso? ¿Cómo es que salen de lo oscuro los miles de tugurios, la morada del hambre, la más descarnada miseria material de nuestro pueblo? ¿Quién, en el centro mismo de la tragedia, develó ese otro mundo que el cinismo oficial oculta? ¿O es, acaso, que bajo la mirada negra y cejuda del desconsuelo, tu infinita bondad nos descubre el horror, la mentira y el crimen de quienes durante siglos nos han gobernado? ¿Es tu ira la otra cara del “progreso”? ¿Esos inocentes que la piedra gigante aplastó en el barrio marginal de Capotillo, o el niño de La puya, soñaban con su muerte?
Como un dinosaurio que expira hundido en el fango, la palabra se me ha quedado atragantada, inútil y artrítica para responder a quienes cargan a tu cuenta estos muertos del agua. Hace tiempo, señor, que la palabra es un medio inadecuado entre nosotros para plasmar la verdad, pero quién sino tú sabes que ésos no son los muertos de tu ira. Soy tu siervo, una brizna insignificante que tiene el corazón rebosante de amor, y se asombra de que todos los días la luna siga igual de luminosa. Por eso, Señor, ante la desgracia del huracán Mattew, diré algunas palabras en tu nombre.
Estos muertos son un paisaje pavoroso al cual quedan expuestas las deudas sociales y la inequidad. No son los muertos de la ira de Dios, son los muertos de los presuntuosos y los corruptos, son los muertos de las desigualdades, son los muertos de las postergaciones y el vil susurro del reptil de la injusticia, que palpita en el fondo del hombre y la mujer arrinconados en la miseria solemne de esta media isla. Son los muertos del robo descarado de la riqueza social, los muertos de la impunidad, son los muertos sobre los que se empina la adolorida memoria de las grandes pérdidas. Y son, además, la notificación del fracaso de la clase dirigente dominicana, que ha permitido la atrocidad de que sus gobernados vivan en la exclusión social absoluta como algo natural, y cuando ocurren desastres como éste culpan a Dios. .
Éstos no son tus muertos, Señor, pero Tú los pusiste ante nuestros ojos consternados, sin el menor atisbo de ironía celestial, para que supiéramos que sin un destello de revelación no hay nada. Ninguno de estos muertos del agua estaba inscrito en el presupuesto nacional. Ninguno contaba para ser pasajero de la esperanza. Ninguno era invitado en el dulce banquete de la abundancia que todos los meses anuncia el Gobernador del Banco Central. No hay uno solo abrigado en el mundo maravilloso de los discursos del “primer mandatario”. Únicamente tú los escogiste, Señor, para que todos
veamos desplegada nuestra miseria verdadera, para que sintamos tu voz que tiembla debido a la rectitud de que se inviste, para que sepamos que si alguien trata de envolver la verdad, la verdad misma lo engulle en su negra garganta. Ahí hemos quedado, Señor, clavados frente a nuestra culpa, pasmados porque es como si de pronto nos descubriéramos desnudos, y nos lleváramos las manos a la cabeza. Todos estamos desnudos, avergonzados. Cada vez que un temporal nos azota, o cuando una desgracia “natural” nos embiste salen a relucir nuestras desnudeces. ¿No está Dios inscrito en las cosas, como decía San Juan de la Cruz, extasiado ante el amanecer?
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