Las biografías de Luís Inácio –Lula- da Silva dan cuentas de la extraordinaria trayectoria de este hombre que vivió su infancia en la pobreza extrema en una favela de Sao Paulo, al punto que tuvo que abandonar la escuela en el quinto grado de primaria, comenzar a trabajar a los doce años como limpiabotas, luego como vendedor ambulante y más tarde como tornero, y que tras años de luchas sindicales y políticas ascendió a la presidencia de Brasil, el más grande y probablemente más complejo país de América Latina. Fue dirigente sindical, luchador contra la dictadura militar, fundador en 1980 del Partido de los Trabajadores (PT), de orientación socialista, y candidato presidencial tres veces (1989, 1994 y 1998) antes de ganar las elecciones de 2002 y asumir el poder el 1 de enero de 2003, el cual ejerció durante dos períodos consecutivos para luego dar paso a su compañera de partido Dilma Rousseff, la actual presidenta de Brasil.
Durante su presidencia, Lula llevó a Brasil a niveles de visibilidad y reconocimiento internacionales nunca visto en la historia de ese país. Su primer acierto como presidente fue evitar la tentación del populismo macro-económico y comprometerse con una política fiscalmente responsable y garantizar la autonomía del Banco Central. Tampoco se embarcó en una errada política de estatización de empresas como ha sido común en gobiernos de izquierda, sino que más bien creó las condiciones para la inversión del sector privado. Sí puso en marcha un vasto programa de políticas sociales que fue admirado por los organismos internacionales y copiado en otros países de la región. Además, actuó con mesura y responsabilidad frente a Estados Unidos sin hacer caso a la histeria anti-americana de algunos gobiernos de países vecinos del cono sur, llegando incluso a desarrollar una excelente relación con el presidente George W. Bush. Y en el escenario mundial logró que Brasil jugara papeles prominentes en diferentes foros y procesos en los que antes no tenía ninguna presencia.
Por supuesto, nada de esto coloca a Lula por encima de la ley, pero sí lo hace merecedor de respeto y consideración de parte de sus conciudadanos por el excepcional servicio prestado a su país. Sin embargo, hay quienes, envalentonados en sus posiciones de independencia e inamovilidad judicial, como el juez federal que ordenó la detención y traslado forzoso de Lula a un recinto policial para interrogación, entienden que no están obligados a prestar la más mínima cortesía a este expresidente, sin importarles el enorme daño que esta acción puede causarle a su reputación cuando todavía ni siquiera se le ha acusado de cargo alguno.
Si bien la corrupción ha sido un mal endémico en casi todos los países de América Latina, incluyendo a Brasil, lo que requiere acciones firmes para combatirla, esto no justifica que fiscales y jueces, imbuidos de un sentido de misión redentora y de auto-validación en nombre de una causa justa, hagan lo que les parezca sin medir las consecuencias de sus acciones. ¿Qué necesidad había de detener y conducir aparatosamente y manu militari al expresidente Lula para interrogarlo en una comisaría policial? Es evidente que el único propósito era humillarlo y destruir su reputación antes de que el proceso en su contra haya siquiera comenzado formalmente.
Con acciones de este tipo, jueces y fiscales se convierten en actores decisivos de la vida política de una nación. Sus acciones con frecuencia desencadenan procesos que pueden incluso poner en tela de juicio la gobernabilidad de un país. Es el caso de Brasil. Llevar a cabo esa acción contra el expresidente Lula en medio del descontento popular con el gobierno de su partido, debido a la crisis económica y a los propios actos de corrupción de algunos funcionarios y legisladores, es una manera de exacerbar los ánimos, alimentar la ira popular y radicalizar el ambiente político hasta que sea imposible lidiar racional y mesuradamente con los problemas que enfrenta la nación.
No es que no se combata la corrupción. Sin duda, lo que más ha faltado en América Latina son fiscales y jueces independientes que resistan las presiones del poder y hagan valer el imperio de la ley. Sin embargo, algo muy distinto es el ejercicio de un “populismo penal”, para usar una frase de Eduardo Jorge Prats, por parte de jueces y fiscales que, aupados por la euforia de las graderías públicas, se sienten con el derecho de actuar con grandilocuencia, desproporción y excentricismo como si fueran portadores incontestables de la verdad y la justeza absolutas solo porque actúan en nombre del combate a la corrupción.
Si Lula incurrió en actos de corrupción que pague por ello. El ordenamiento jurídico ofrece los cauces, con sus reglas, procedimientos y actores, a través de los cuales se deben conocer las acusaciones de corrupción que puedan presentarse contra cualquier persona, incluyendo a un expresidente. Lo reprochable son los excesos de quienes, valiéndose indebidamente del fuero que los protege, consideran que pueden hacer lo que les plazca porque no tienen que rendirle cuentas a nadie, con lo que no hacen más que reproducir el comportamiento de ciertos políticos que también actúan a la libre como si no estuviesen sometidos al control o el escrutinio de nadie.
La clase política latinoamericana es en gran medida responsable del rechazo que está recibiendo de amplios segmentos de la población. Muchas de sus acciones alimentan el sentimiento de que dicha clase solo piensa en función de sus intereses particulares y no del interés público. Pero ella no es la única responsable. Estar en contra de los políticos y de los partidos está de moda, es un sello distintivo de que se está en la causa justa o en el camino correcto de la historia. Ese es el terreno fértil que da pie a que fiscales y jueces arremetan contra políticos y gobernantes, unas veces movidos por asuntos triviales o carentes de prueba, mientras que otras lo hacen con desprecio por las reglas del debido proceso o sin observar las formas que las circunstancias exigen. El reto, pues, está en combatir la corrupción, pero sin los excesos que con frecuencia incurren jueces y fiscales, como ocurrió en el caso de Lula da Silva.
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