En Afganistán se ha evidenciado claramente el fracaso de tres objetivos de la intervención
militar estadounidense: la de la construcción del Estado (“state building”), la de la fundación
de un sistema democrático (“regime change”) y la del establecimiento de un sistema jurídico
racional para una economía de mercado capitalista. No es culpa solo de la ocupación sino
también -y sobre todo- de un histórico déficit académico: la inexistencia de una ciencia, de una
ingeniería constitucional de la [re]construcción estatal, democrática y jurídica. No lo digo yo, lo
dice Francis Fukuyama:
“Afganistán jugó un papel importante en mi propio desarrollo intelectual. Tras la intervención
de Estados Unidos allí en 2001 y la invasión de Irak en 2003, Estados Unidos presidió dos países
cuyos estados se habían derrumbado por completo. Me sorprendió que la ciencia política
contemporánea no tuviera prácticamente nada que decir sobre cómo se construyeron los
Estados a partir de situaciones tan caóticas. Todo el enfoque de la disciplina asumió la
existencia de estados, y su ala de elección racional vio el problema principal de la política como
una restricción y control del estado en lugar de construirlo y fortalecerlo. Me di cuenta de que
yo mismo no tenía idea de cómo surgieron los estados y había subestimado en gran medida la
importancia de tener un estado en mi trabajo anterior. Esto me llevó a una serie de libros,
incluidos State-Building, Nation-Building, America at the Crossroads y, finalmente, The Origins
of Political Order, en los que miré el registro de la formación histórica del estado (“No decent
Interval”, American Purpose, 16 de agosto de 2021).
El Estado en Afganistán -pese a la presidencia de un experto en estados fallidos- nunca logró,
conforme la canónica definición de Estado de Max Weber, monopolizar el uso de la violencia
legítima. Tampoco pudo ponerse en pie un sistema electoral y de partidos que garantizase la
articulación de los intereses del electorado. Y, lo que es peor, en un país plagado de
corrupción, narcotráfico, violencia institucionalizada, economía rentista e ineficiencia estatal,
no se pudo garantizar el funcionamiento de un orden jurídico que garantizase eficazmente la
certidumbre de la propiedad, las transacciones privadas y derechos mínimos de las personas.
Paradójicamente, y como bien advierte James E. Baldwin, comentando la obra “Rebel Law:
Insurgents, Courts and Justice in Modern Conflict” de Frank Ledwidge (20 de septiembre de
2017, LSE Review of Books), “los talibanes se ganaron una reputación de brindar justicia en el
contexto del caudillismo desenfrenado de la década de 1990” pues su atractivo “se basaba
tanto en la justicia como en el carácter específicamente islámico de su régimen legal”. La
justicia de la sharía, aun cruel, era preferible como sistema previsible e incorruptible de reglas,
a la “racionalidad” de un Derecho importado de Occidente que se prestaba al abuso del más
fuerte y rico.
Mirémonos en el espejo de Afganistán -y de Haití y Venezuela-. Como bien demuestra José
Ignacio Hernández (“El derecho constitucional transformador y la fragilidad estatal en América
Latina”, Revista Derecho del Estado, Universidad Externado de Colombia), no debemos
regocijarnos en no ser un Estado fallido pues “todo Estado tiene fallas de capacidad estatal”,
puede ser un “Estado frágil”, no un “Estado fallido”, pero sí, en palabras de José Israel Cuello,
un “Estado fallando”.
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