Si hubiera sido obispo esta sería mi homilía. Tanto Santicló, afán comercial y etílico, hacen olvidar lo mejor de la Navidad: su real significado espiritual. Es la mejor época para el entendimiento y los buenos deseos. Hasta para los agnósticos, ateos o creyentes tibios, hay en esta fiesta religiosa un trasunto de los misterios de la fe que es difícil ignorar. Siempre habrá añépidos con cerebro de avispa o alma desgarrada que prefieren seguir ejerciendo sus enconos o lisios morales. No dan tregua ni a si mismos para meditar sobre el amor, el perdón o el sentido de la vida. ¿Acaso estos no revelan más de sí mismos que de aquellos a quienes dedican sus diatribas, recelos e intrigas? A mi me da tremenda lucha orar por quienes insisten en sus yerros o incordios, incapaces de que sus corazones sean pesebres para el niño Jesús. El sentido del cristianismo está bellamente expresado en un verso de la oración al Padre: “perdona nuestras ofensas, así como perdonamos a quienes nos ofenden”. Alguna gente que dice “perdono, pero no olvido” olvidan que su buena memoria merece mejores recuerdos. La paz cristiana, como la honra o la esencia, nadie puede quitártela, y es un don tan grande que regalarla a otros aumenta en vez de disminuir la propia. ¡Feliz Navidad!