El orgullo nacional es fundamental para que algún pueblo procure su legalidad y legítima soberanía en la comunidad de estados independientes. Haití es un ejemplo de cómo no prospera construir sobre bases falsas. Su revolución comenzó con el genocidio a machete de casi todos sus colonos franceses. Su líder Dessalines fue proclamado ridículamente emperador Jacques I, en 1804, para ser asesinado por sus propios generales dos años después. En su macabro experimento sociopolítico, nombraron al engendro Haití, uno de los topónimos aborígenes de la isla de Santo Domingo, que fue enteramente española desde 1492 hasta 1697, dos siglos. El baño de sangre entre ritos del vudú fue la génesis de la primera “república negra”, cuyo flagrante racismo Europa y Estados Unidos aplaudieron inicialmente con socarrona condescendencia. La irredenta masa africana de 1804, casi todos recién traídos del continente negro pues pocos esclavos duraban mas de seis años tras llegar, carecía igual que hoy de vínculo alguno con los habitantes indígenas extinguidos tres siglos antes de su arribo. Es penoso el afán de invocar para Saint-Domingue una falsa historia tan espuria como la amoralidad de sus patricios, espiritualmente de galaxias distintas a Duarte y Sanchez, Bolívar, Hostos, Martí o Washington, paradigmáticos prohombres que enorgullecen a sus respectivas patrias.
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