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¿Por qué despreciamos tanto la legalidad?

Enfoque

Sólo el Gobierno más honesto y decente que sea posible puede continuar reforzando el imperio de la ley. Debemos alimentar la esperanza de una mayor legalidad.

José Báez Guerrero
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Muchos acuciantes problemas dominicanos poseen una raíz común fácilmente identificable: la impune ilegalidad de actuaciones públicas y privadas que empeoran en vez de enderezar cada entuerto.

El drama lleva décadas, bajo todos los gobiernos. Por eso, es notable que Luis Abinader base su reelección en la honestidad y la decencia, atributos contrarios a la secular impunidad ilegal; pocos políticos pueden invocar lo mismo provocando más aplausos que rechiflas. En el PLD y la Fupu algunos lucen orgullosos de dos metros de cola, como mantarrayas, criaturas ausentes del menú de la PEPCA.

El caos del tránsito es una metáfora de la impunidad. Choferes de motocicletas, conchos, camiones y guaguas, afiliados a falsos sindicatos, andan conscientes de que las leyes sólo se aplican a los demás, conductores privados sin representante gremial ante las autoridades, fáciles presas del picoteo. Ni hablar del transporte de carga…

También hay flagrancia continua en delitos imputados al creciente comercio irregular de chinos que, según empresarios legítimos, logran la evasión fiscal, tributaria y de la seguridad social, lavar ingresos, alterar facturas, violar derechos laborales de empleados y mercadear marcas falsas. Algunos funcionarios justifican esas prácticas como algo chiquito, alegando que beneficia a los más pobres con precios bajos.

La ilegalidad del control sindical de actividades vitales, como la instrucción pública, no genera tanta indignación popular como la que obligó a asignar a Educación un presupuesto equivalente al 4% del PIB, que tras una década se ha desvanecido como el sueño de combatir la ignorancia. El politizado sindicato de maestros, ADP, es parte del problema y se fortalece dificultando soluciones.

Poca justicia

Abinader ha puesto gran empeño para lograr un Poder Judicial independiente, sin injerencia del Ejecutivo, para procesar por corrupción a antiguos funcionarios. Tras tres años con más lawfare que éxitos o condenas, la prensa destaca que “fiscales siguen lectura de cargos desde la página 2,884”, frase de novela orwelliana, aunque corresponde al juicio de Jean Alain Rodríguez, que pasó 18 meses detenido sin condena.

El Código Penal tiene 167 páginas. El controvertido nuevo código contiene 419 artículos, con más de 90 nuevos tipos penales. La Procuraduría, su PEPCA y la fiscal Yeni Reynoso, han leído casi tres mil páginas de “pruebas”, faltan muchísimas y no avanzan el juicio a Rodríguez ni a los demás.

Hay similar prosopopéyica ineficacia en otros expedientes de la mariscada. Algunos ofrecen evidencias tan contundentes que es injustificable alargar los procesos para regodearse con su manejo mediático. Pero los mariscos no son iguales. Están detenidos preventivamente exministros que no presentan peligro de fuga, cuyos derechos constitucionales de defenderse en libertad son burlados por fiscales y jueces independientes.

¿La incapacidad de sintetizar es por incompetencia o gadejo? La independencia e impericia no maridan bien, aunque también es cierto que para obviar la lectura de las pruebas en audiencia los inculpados y acusadores deben ambos consentir.

Mala propaganda

Hay ilegalidades añejas presentadas como heroicas por cierta prensa. Promueven el irrespeto al orden público legal. Es absurdo justificar atracos, secuestros, asesinatos de militares, policías y camaradas, magnicidios fallidos, traiciones e infidelidades, como legado terrorista de la izquierda revolucionaria, incluyendo difamar a la descuartizada Miriam Pinedo, según narra Pablo Gómez-Borbón en su laureado libro Morir en Bruselas.

Ensalzar o justificar el terrorismo político o alegar sin contexto que sólo el gobierno mataba, es un flaco servicio a los valores democráticos, el respeto a los derechos humanos y la reconciliación medio siglo después de resabios que resultan del desprecio por la precaria legalidad cuajada tras la revolución de 1965.

Cuco haitiano

La ilegalidad sin sanción judicial ni social también permea la cuestión haitiana. Según inveterados patrioteros, varias potencias y la ONU procuran unificar al territorio vecino y nuestra república. Es un absurdo mayúsculo porque la mayoría de los haitianos se opone tanto o más que nosotros a esa peregrina posibilidad.

La temida fusión es un mito provechoso que políticos sin votos venden a tontos útiles para medrar cerca del gobierno. Es imposible esa mescolanza constitucional. Empero, sí es cierto que la constante involución de Haití, su disolución y resultante inviabilidad, representan graves y paradójicas amenazas para nuestra estabilidad y progreso.

Es casi imprescindible la mano de obra haitiana, especialmente en la construcción. La irregularidad de esa presencia o ingreso temporal ocasiona enormes gastos de salud pública, corrupción flagrante, desorden migratorio y presiones inaceptables para que recibamos refugiados. Cada una de estas cananas haitianas tiene una causa raíz común, la ilegalidad.

El desmadre haitiano sólo puede solucionarse con legalidad y combate contra la corrupción. Haití nos enseña que cuando fracasa el imperio de la ley, sobreviene el caos. Puede pasarnos. Ese es el verdadero peligro.

Necesidad

Los dominicanos apreciamos muy poco la legalidad porque es más costosa que el mínimo riesgo de pagar consecuencias por violar cualquier ley.

Avanzamos, aunque corrupción, enriquecimiento ilícito, evasión fiscal y tributaria, inmigración descontrolada, fraudes de seguridad social, falsos sindicatos, impericia judicial y frustradas expectativas de justicia, fallas educativas y apagones, todo existía antes de 2020, por indolente contemporización y desprecio por la ley.

Sólo el Gobierno más honesto y decente que sea posible puede continuar reforzando el imperio de la ley. Debemos alimentar la esperanza de una mayor legalidad.

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