En los sectores conservadores de Estados Unidos se considera que entre las peores decisiones que haya podido tomar un presidente republicano en tiempos modernos están las designaciones hechas por el presidente Dwight D. Eisenhower de Earl Warren y William J. Brennan, Jr. como presidente y como juez asociado de la Suprema Corte de Justicia, respectivamente. El primero era un activo político republicano y gobernador de California cuando fue designado en 1953, mientras que el segundo era un demócrata católico moderado de New Jersey cuya designación a esa alta corte en 1956 fue criticada por algunas organizaciones liberales bajo el argumento de que él, a la hora de fallar los casos, se guiaría por sus creencias religiosas y no por los mandatos de la Constitución.
Para sorpresa de todos, este binomio se convirtió en el núcleo más liberal que haya tenido la Suprema Corte de Estados Unidos en toda su historia. La denominada “Corte Warren” cambió el curso de la historia estadounidense con sus decisiones liberales en materias tales como desegregación, derecho al voto, pena de muerte, derecho al aborto, libertad de expresión, acción afirmativa, derecho de los justiciables (la famosa advertencia Miranda), entre muchas otras. Brennan, considerado por Antonin Scalia su contrincante ideológico, como el juez más influyente del siglo XX, escribió decisiones que marcaron hitos en la historia judicial de ese país, entre ellas el famoso caso New York Times vs Sullivan, en el que estableció el estándar de la “malicia actual” para caracterizar una difamación contra una figura pública que tanto impacto ha tenido alrededor del mundo.
Luego de esa experiencia, los republicanos, desde la época de Richard Nixon, se han planteado como objetivo designar jueces ideológicamente “probados” para evitar sorpresas como las de estas dos figuras. En ese contexto, para contrarrestar el expansionismo judicial de los liberales, se articuló la doctrina de la “intención original”, cuyo máximo exponente fue el juez Scalia. Cualquier persona que desee ser candidato presidencial del Partido Republicano tiene que hacer profesión de fe al “originalismo” como método de interpretación constitucional. A su vez, del lado liberal se requiere que el candidato se comprometa a designar jueces que defiendan las causas liberales: aborto, acción afirmativa, matrimonio entre personas del mismo sexo, entre otras. Así pues, la designación de los jueces de la Suprema Corte se ha convertido en uno de los asuntos más políticos y, en muchos casos, divisivos de la sociedad norteamericana.
Brennan presentó su renuncia a la Suprema Corte al presidente George Bush en 1990, siendo tal vez el último que le renuncia a un presidente contrario a sus ideas judiciales. Desde esa época hacia acá los jueces en edad de retiro esperan que esté un presidente afín a sus ideas para retirarse y dar la oportunidad de ser reemplazado por alguien de ideología similar. Dicho sea de paso, en aquella oportunidad Busch designó como sustituto de Brennan a David Souter, quien, de nuevo, le dio una sorpresa a los republicanos pues con el tiempo llegó a ser uno de los jueces más firmes del bloque liberal de la Corte. Paradojas de la vida, este presentó su renuncia en 2009 al presidente Barack Obama, quien tuvo la oportunidad de reemplazarlo por la jueza liberal Sonia Sotomayor, la primera hispana en llegar a la Suprema Corte de Estados Unidos.
Con ese telón de fondo era impensable que el juez Antonin Scalia, la figura más prominente entre los propiciadores de la “intención original” como método de interpretación constitucional, le renunciara a un presidente demócrata. Ni él ni sus seguidores le agradecerán a la muerte que visitara a este eminente jurista en un momento en que la Casa Blanca está ocupa por un presidente demócrata. De ahí la reacción inmediata de líderes republicanos en el Congreso de que la silla de Scalia sea llenada por el nuevo presidente a ser electo en noviembre de este año. Lo menos que quieren los republicanos es que Obama tenga la oportunidad de designar un tercer juez a la Suprema Corte, pues además de Sotomayor, este designó en 2010 a Elena Kegan, exdecana de Derecho de la Universidad de Havard, en sustitución del juez liberal John Paul Stevens.
En relación al proceso de designación del sustituto de Scalia algunas cosas quedan claras: una, que Obama no perderá la oportunidad de designar su sustituto; dos, que los republicanos corren un riesgo político enorme si insisten en negarle esa prerrogativa a Obama, pues el electorado norteamericano podría penalizarlo por pretender socavar la autoridad presidencial por razones puramente políticas; tres, dada la mayoría que tiene el Partido Republicano en el Senado, Obama está obligado a designar a alguien que por sus cualificaciones profesionales y su hoja de servicio público le resulte difícil a los republicanos rechazar; cuatro, es casi seguro que elija a un juez de Corte de Apelación, pues en un ambiente tan cargado políticamente sería prácticamente imposible pasar a alguien que provenga del mundo de la política o hasta de la academia; y, cinco, Obama tiene que evitar a toda costa que esa designación le salga mal, ya que esto podría causarle daño a su partido en medio del proceso electoral.
La Constitución de Estados Unidos dispone que la designación de los jueces de la Suprema Corte corresponde al presidente de ese país con “el consejo y consentimiento” del Senado. Es, pues, una designación estrictamente política. De hecho, en Estados Unidos sería impensable un esquema de designación de los jueces de esa alta corte que sustraiga de los actores políticos electos por el pueblo una responsabilidad tan importante en la vida institucional del país. Pero el hecho de que la decisión sea de naturaleza política no implica que la misma se someta a un escrutinio extremadamente riguroso en el que se ponderan aspectos de formación profesional, carácter de la persona, trayectoria de servicio y filosofía judicial. No es para menos, pues esos jueces tienen la potestad de ser los intérpretes últimos de la Constitución y de esa manera definir asuntos cruciales de la vida política de esa nación. Como dijo el juez Robert H. Jackson en el caso Brown v Allen en 1953: “No tenemos la última palabra porque seamos infalibles; somos infalibles porque tenemos la última palabra”. Y esa es una de las mayores responsabilidades que persona alguna pueda tener en la vida de un Estado.
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