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Recuerdos de Alejandro

En aquel triste septiembre de 1963, con apenas veinticinco años, pocos meses de casado y mi esposa embarazada, me encontraba desempleado pues había renunciado a mi cargo en el gobierno protestando, junto a otros compañeros de trabajo, por el derrocamiento de Juan Bosch. Mi único ingreso eran las cátedras en la UASD.

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En aquel triste septiembre de 1963, con apenas veinticinco años, pocos meses de casado y mi esposa embarazada, me encontraba desempleado pues había renunciado a mi cargo en el gobierno protestando, junto a otros compañeros de trabajo, por el derrocamiento de Juan Bosch. Mi único ingreso eran las cátedras en la UASD.

En esa situación tan precaria recibí una llamada de Alejandro Grullón avisándome que me pasaría a recoger en su auto. Yo vivía cerca de la clínica Abreu y recuerdo que rodeando el Obelisco me dijo tres cosas sorprendentes: Primero, que se mudaría de Santiago para vivir en la capital; segundo, que pese a la ruptura constitucional continuaría con su proyecto de crear no solo el primer banco dominicano post Trujillo, sino también el primero que, rompiendo con el tradicional patrón de empresas familiares, contaría con miles de accionistas.  Su socio estratégico, aunque minoritario, sería el Banco Popular de Puerto Rico, pero no por esa razón llevaría el nombre “Popular”, sino porque reflejaba su amplia base accionaria. Y tercero, me ofreció ser funcionario del banco, que abriría en tres meses, para que ayudara a buscar esos accionistas. Así fue que tuve un escritorio en un edificio en la calle El Conde, frente a la estatua del Descubridor.

En las tareas encomendadas, no olvidaré que un comerciante cercano al Mercado Modelo me entregó una funda llena de papeletas para comprar acciones. Pero ese entusiasmo contrastaba con los comentarios que escuchaba de grandes empresarios dominicanos, y de gerentes de los cuatro banco canadienses y americanos que serían nuestros competidores, en el sentido de que los empresarios criollos solo “se confesarían”, entregando sus estados financieros a extranjeros y no a dominicanos, posiblemente competidores suyos.

A los pocos meses de la inauguración explotó un polvorín militar en Villa Duarte y se rompieron todos los vidrios del edificio arrendado del banco, antes un salón de venta de vehículos. Me sorprendió la cantidad de pequeños accionistas que junto con los empleados amaneció y custodió el edificio. Recuerdo también la decisión de Alejandro de abrir una de las primeras sucursales en una bucólica y ganadera Higüey, oficina en la que había argollas para amarrar caballos.

A los quince meses de la inauguración del banco sobrevino la guerra civil y la ocupación norteamericana. Fui testigo de una reunión con los gerentes de los bancos extranjeros, que informaron tenían instrucciones de suspender todas sus operaciones y exhortaban a Alejandro hacer lo mismo. Su respuesta fue contundente: si el país se hundía, el banco se hundiría con el país, pero continuaría prestando a los dominicanos. En un pequeño apartamento en la calle Leopoldo Navarro llegaban fundas de dinero y cheques de clientes que Alejandro convertía en efectivo sin conocer el balance de sus cuentas, pues la contabilidad permanecía en la zona constitucionalista. El resultado fue que para 1966 el banco había crecido mucho más de lo que se esperaba para un tercer año.

También fui testigo de una reunión con ejecutivos cubanos de la Gulf & Western, en la que invitaron a Alejandro y a otros empresarios dominicanos a participar en un banco hipotecario. Su respuesta fue igualmente contundente: solo dominicanos participarían de ese banco. Y así surgió el Banco Hipotecario Dominicano, hoy BHD León.

Eventualmente dejé el sector bancario, y como consultor Alejandro me pidió un estudio de factibilidad para una fábrica de latas en el país. Su propósito era convencer a la American Can Company para que invirtiese, lo que ayudaría a nuestro agro. Mi estudio incluyó la ubicación óptima de la planta, cerca de San Cristóbal; pero sonriendo Alejandro me dijo: “Tú eres buen técnico, pero tanto tú como yo somos santiagueros. La planta se instalará en Santiago”. Y así fue.

Siendo ya el Popular el mayor banco privado del país, un competidor inescrupuloso, tanto que terminaría en la cárcel, inició una campaña de descrédito que buscaba provocar una corrida contra la institución. Alejandro reaccionó con la reciedumbre ética que le caracterizaba, y se plantó en el vestíbulo de la Torre del banco para atender personalmente a los clientes y garantizar la confianza. La corrida nunca se dio.

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