SANTO DOMINGO.- La ejecución de la joven arquitecta Leslie Rosado por un agente policial nos estremece, nos desalienta y pone en boca de todos, una vez más, la urgencia de reformar el cuerpo del orden.
Se trata de una “urgencia retardada” porque acerca de ella llevamos décadas de discusiones y teorías sin llegar a la vía de los hechos.
La reestructuración de la uniformada debe tener detrás valladares que desconocemos, poderes fácticos que cierran las compuertas, fuerzas indescriptibles que bloquean cualquier cambio.
No hay forma de entender este rezago, que ya es un grito de impotencia, mientras la proclama de la reforma luce como un estribillo gastado, un comodín para salir del paso cada vez que tenemos un hecho sangriento con el gatillo de un policía en el medio.
Ojalá que, sí por fin se realiza, la reforma de la Policía no sea vista como la piedra filosofal para sellar la seguridad pública.
Conjuntamente con ese pasivo inmaterial que representa la reestructuración de la uniformada, hay un fenómeno que se expande en la sociedad con altos niveles de riesgo.
Se trata de la desigualdad, algo que no deberíamos ignorar. La pandemia COVID-19 nos ha hecho más desiguales, ha hecho más fuertes las fronteras entre las capas sociales.
Es una bomba de tiempo, una amenaza peor que un cuerpo policial en descrédito, que no merece nuestra confianza.
Reformar la Policía y no trabajar la inclusión, la reducción de la brecha social, será como echar vino nuevo en odre viejo. Es complicado.
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