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Salir de la trampa del silencio

A lo largo de la historia de la humanidad como secuela de la existencia de  culturas androcéntricas, encontramos un problema recurrente y asfixiante de la sociedad: el problema de la mujer y su marginación. Es este, precisamente, como tema enquistado de la humanidad, la cuestión que merece hoy nuestra atención.

La mayor fatalidad de la situación femenina, según Freud, es resultado de una defectuosidad anatómica. Su subalternidad radica, para él y muchos otros, en su disformidad genérica-hormonal y en su disparidad sensoro-perceptual. Estas teorías, tristemente, solo han contribuido a alimentar la historia del falocentrismo, a esa historia que comenzaron los hombres y que con cada una de sus letras se autoreafirman y revalidan su raza entera.

Desde el siglo XIX podemos encontrar voces que se alzan, una veces más aisladas y más fuertes que otras, para defender a toda una especie, para amparar a quienes por siglos han sufrido de exclusión social y de marginación parcial o absoluta:  las mujeres.

De estas voces emerge una nueva ideología,  que como conjunto de movimientos políticos,  económicos y culturales, va a velar por la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, así como por su integración a la sociedad: el feminismo. Corriente esta que en su seno lleva la dualidad, la ambivalencia pues, es defendida, por muchos, con el mismo ímpetu que es criticada y fustigada.

Como problema despiadado de nuestra realidad más cercana, y siéndolo así desde hace mucho, esta tendencia ha incidido, no solo en otros campos de la cultura y de la sociedad toda, sino también y sobre todo, en la teoría y en gran parte de la producción literaria. Esta, invocando a la función social que siempre le viene unida, reclama el espacio de la fémina, ya desde una palabra aguda y sagaz o desde los silencios, esos silencios que llevan implícitos el sufrimiento de toda una raza. “La feminidad en la escritura hace jadear el texto o lo compone mediante el suspenso, silencios, lo afonizan o lo destrozan a gritos.”

A la mujer como expresa Hèléne Cixous  le será necesario escribir su cuerpo, puesto que es la invención de una escritura nueva, insurrecta lo que hará que cuando llegue el momento de su liberación, le permitirá llevar a cabo las rupturas y las transformaciones indispensables en su historia.

El texto femenino, como expresión vívida de un ser agónico, no puede ser más que subversivo, trastornando la antigua costra literaria. Su incesante desplazamiento hace que la mujer-escritora arrastre su historia en la historia, se afane y se vuelque en lo que escribe, se desdoble y se haga letra, se haga historia.

En esta línea, encontramos muchas de las “obras de oro” de la historiografía literaria universal. Es el caso del Orlando de Virginia Woolf o Meridiana de Alice Walker, que como proyectos apuntan a la reivindicación del ser ultrajado. ¿Sería válido entonces pensar, también, en un lenguaje particular (femenino) en propuestas cinematográficos o en el arte contemporáneo? Si bien no cabe duda del diàlogo consciente que puede producirse y muchas veces evidente entre el artista y esta propuesta en específico, tenemos que saber percibir la línea fina que existe entre un total apoyo y defensa de lo justo de esta corriente y la excedida militancia.

Y la advertencia debe estar dirigida a: toda postura extrema es reprensible. Importa poco que sea en torno a una discusión sobre una sociedad sexista o a una circunstancia política. Si luchamos por la igualdad, por qué  aspiramos a que se reconozca por mejores. Utilizamos nuestra condición de víctimas y justificamos nuestras exageraciones. Lo que antes buscaba hacernos salir del silencio, de su trampa; se ha convertido en un discurso resentido y excéntrico. Al menos yo, y queda explícita mi propuesta entonces, solo busco poder salir de la trampa del silencio.

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