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Scalia y la gran batalla entre filosofías judiciales

La sorpresiva muerte del juez de la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos, Antonin Scalia, ha generado una gran atención no solo en ese país, sino también en otras partes del mundo. Era de esperarse. Desde su llegada a la más alta corte estadounidense hace treinta años, designado por el presidente Ronald Reagan, Scalía se convirtió en el líder intelectual más visible de la filosofía jurídica conservadora, la cual él articuló mejor que nadie con la denominada interpretación “originalista” y “textualista” de la Constitución. Su vasta cultura legal, su agudeza analítica, su prosa deslumbrante y su estilo irónico y despiadado de interrogar a los abogados que postulaban ante él, lo convirtieron en una celebridad como pocas veces se ha visto en la historia judicial de Estados Unidos o cualquier otro país. Jeffrey Tobbin, autor de varios libros sobre la Suprema Corte y renombrado comentarista legal de orientación liberal, ha dicho que Scalia es uno de los jueces más influyentes en la historia de ese país, junto a figuras como John Marshall, Oliver Wendell Holmes, Jr. y William Brennan.

Para entender el prominente papel que desempeñó este juez de ascendencia italiana y religión católica, hay que poner en contexto el momento en que él llega a la Suprema Corte y la misión que tenía por designio propio y por las fuerzas políticas que lo llevaron a ese Tribunal. Su papel consistió en llevar a cabo, según la terminología de otro italiano, Antonio Gramsci, una contra-hegemonía judicial, es decir, contrarrestar una manera de interpretar la Constitución que había alcanzado preeminencia durante las décadas de los sesenta, setenta y ochenta, la cual favorecía las “causas liberales”, como, por ejemplo, la protección de los derechos de las minorías, los justiciables y la libertad en general frente al poder.

En esa época había tomado cuerpo y operatividad práctica la noción de la “Constitución viviente”, la cual había sido originalmente articulada en 1920 por el juez Holmes en el caso Missouri v. Holland, lo que significaba fundamentalmente que la atribución de significado a las cláusulas constitucionales dependía de los cambios que experimentaba la sociedad a través del tiempo. En función de esta concepción, la Suprema Corte comenzó a reconocer derechos constitucionales que no estaban expresamente plasmados en la Constitución. El caso más emblemático, entre muchos otros, fue el famoso caso Roe v. Wade fallado en 1973, el cual reconoció el derecho al aborto como un derecho fundamental, tomando como base, a su vez, el “derecho a la privacidad” que no estaba tampoco plasmado en el texto constitucional, pero que los jueces entendían que el mismo se desprendía de “las penumbras” de su disposiciones, como señaló la Corte en el caso Griswold v. Connecticut, fallado en 1965, en el cual reconoció el derecho de las mujeres a usar anti-conceptivos que estaban prohibidos en ese y muchos Estados más.

Los sectores conservadores comenzaron a criticar a la Suprema Corte por incurrir en lo que llamaron el “activismo judicial” o el “gobierno de los jueces”, al decir del prominente profesor de Harvard Raoul Berger en un influyente libro publicado en 1977 (Government by the Judiciary) en el que criticó a la Suprema Corte presidida por Earl Warren por llevar a cabo una forma de interpretación constitucional con la cual, según él, los jueces imponían sus propias filosofías para obtener los resultados deseados por ellos, más que respetar lo que la propia Constitución disponía. Así, lo que empezó como crítica académica a la forma de interpretación constitucional que se sustentaba en la idea de la “Constitución viviente” pasó al plano político cuando los conservadores entendieron que tenían que librar una batalla para cambiar el rumbo de la Suprema Corte. Ronald Reagan fue quien mejor articuló ese propósito y en su campaña prometió que nombraría jueces a la Suprema Corte que revirtieran el “activismo judicial” de los jueces liberales. Uno de esos jueces fue Antonin Scalia.

Ante la prevalencia de la noción de “Constitución viviente” que daba lugar a interpretaciones expansivas del texto constitucional a la luz de los nuevos problemas y desafíos de la sociedad, Scalia lleva a la corte un método de interpretación constitucional que no tenía muchos seguidores ni en los tribunales ni en las universidades, pero que él logra colocar en el centro del debate jurídico. Se trata de la interpretación constitucional basada en la “intención original” de quienes redactaron la Constitución en 1787. La razón de ser de esta interpretación es quitarle legitimidad a los jueces que basaban sus decisiones en el carácter “viviente” de la Constitución, con lo cual, a su vez, se procuraba revertir muchas de las decisiones que había tomado la Suprema Corte especialmente en materia de derechos fundamentales. Los llamados “originalistas”, liderados por Scalia, sostienen que el juez no puede inyectar su filosofía personal en las decisiones, sino que tiene que interpretar lo que los redactores de la Constitución quisieron decir en cada una de las disposiciones constitucionales y ceñirse de manera estricta a esa “intención original”. Este método de interpretación va aparejado del llamado “textualismo”, es decir, el método según el cual a la hora de interpretar las leyes hay que ceñirse al texto de la misma, sin poner atención a los récords legislativos ni a otras consideraciones.

La filosofía jurídica de Scalia tiene, obviamente, serios problemas, no tanto o no solo por los resultados que ella produce, sino por la metodología misma. ¿Cómo determinar, por ejemplo, la intención de aquellos hombres que crearon una Constitución en el último cuarto del siglo XVIII para dar respuestas a los problemas del siglo XXI? ¿Cómo interpretar literalmente textos redactados de manera vaga y ambigua? Lo notable en el caso de este juez es que él llevara tan lejos lo que a simple vista parece un método simplista de interpretación constitucional. Su mérito fue proveer las herramientas conceptuales al movimiento conservador para que este pudiera contrarrestar los avances que los llamados sectores liberales habían logrado en la Suprema Corte. De hecho, en los últimos años esta corte se ha inclinado mucho más hacia el lado conservador que hacia el liberal, lo cual puede atribuirse en gran medida al papel de Scalia.

Como nota final merece decirse que, como amante empedernido de los cigarros dominicanos, Scalia tenía una relación romántica con nuestro país. Esa pasión por los cigarros le permitió a este articulista conocer a esta luminaria jurídica y  recibirlo en su residencia cuando ejercía las labores de embajador en Washington. Él se sorprendió agradablemente cuando supo que ese embajador era un abogado constitucionalista que había estudiado en la misma universidad en la que él había enseñado años antes -la Universidad de Virginia-, concebida y fundada por Thomas Jefferson, de quien tanto él como quien esto escribe son grandes admiradores.

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