Alexis de Tocqueville (1805-1859) fue un aristócrata francés de espíritu liberal. En 1831 el Gobierno de Francia lo envió a Estados Unidos, junto a su colega y amigo Gustave de Beaumont, para estudiar el sistema penitenciario de ese país y rendir un informe que sirviera de referencia a las autoridades francesas para llevar a cabo una reforma penitenciaria. Nadie se acuerda de ese informe, pero sí de la gran obra que escribió, en dos tomos, titulada De la democracia en América, el primero de los cuales se publicó en 1831 y el segundo en 1840. Hasta el presente, y seguro por todos los tiempos, es el libro más importante que se haya escrito sobre la sociedad y las instituciones de Estados Unidos.
En la tradición de Montesquieu, Tocqueville construye su obra no a partir de esquemas teóricos generales, sino de observaciones e intuiciones que le permiten captar la idiosincrasia de un pueblo (los hábitos de la mente y del corazón, como él dijo), describir el funcionamiento de las instituciones y poner de relieve los principios subyacentes que mueven a la sociedad, en este caso Estados Unidos. Una de sus grandes intuiciones, la cual debió de ser aterradora para él dada su condición aristocrática, tuvo que ver con el principio de igualdad. En efecto, él observó una sociedad radicalmente diferente a la de su país, regido como estaba por una estructura social inmutable en la que las personas tenían asignado un lugar “natural” en diferentes estamentos fijos e incontestables.
De sus observaciones en Estados Unidos, Tocqueville extrajo la siguiente reflexión: “El desarrollo gradual de la igualdad de condiciones constituye, pues, un hecho providencial, con sus principales características: es universal, es duradero, escapa siempre a la potestad humana y todos los acontecimientos, así como todos los hombres, sirven a su desarrollo”. Como parte de esa reflexión formula una de sus más agudas y duraderas intuiciones: “Sería incomprensible que la igualdad no acabase por penetrar en el mundo político al igual que en los demás. No se puede concebir que haya hombres eternamente desiguales en un solo punto e iguales en todos los otros. Acabarán, pues, en un tiempo dado, por ser iguales en todo”.
Lo que quiso decir este aristócrata francés -gran ironía de la historia- es que la igualdad tiene un carácter expansivo que terminará permeando todas las esferas de la sociedad. Por supuesto, esto no quiere decir que no haya obstáculos, resistencias y regresiones, pero la historia muestra cómo la lucha por la igualdad (y la libertad, debe agregarse) ha sido un motor que ha impulsado grandes transformaciones. Los esclavistas del sur de Estados Unidos pensaban que tenían un derecho divino a ser propietarios de otros seres humanos (en realidad consideraban a los esclavos negros como no personas), en tanto Abraham Lincoln invocó al mismo Dios que ellos para reivindicar que todos los hombres están dotados de derechos inalienables otorgados por el Creador, entre ellos la igualdad, la libertad y la búsqueda de la felicidad, al decir de la Declaración de Independencia de Estados Unidos.
Igual puede decirse que los mismos Estados sureños que antes sostenían la esclavitud establecieron, luego de la emancipación, que la segregación en las escuelas y otras esferas de la sociedad era algo natural, lo cual se mantuvo durante décadas hasta que la Suprema Corte declaró, en Brown vs Board of Education, inconstitucional ese esquema de relaciones humanas basado en la engañosa doctrina denominada “iguales pero separados”. Lo mismo sucedió con el concepto de que el matrimonio interracial era una aberración antinatural que debía prohibirse hasta que esa misma corte, en Loving vs Virginia (1967), declaró inconstitucional las prohibiciones legales al matrimonio entre personas de razas diferentes. Lo vemos también en las luchas de las mujeres por obtener sus derechos en igualdad de condiciones a los hombres en el ejercicio del sufragio, la educación, el trabajo y su vida sexual.
La reivindicación del derecho de las personas del mismo sexo a contraer matrimonio refleja ese carácter expansivo del principio de igualdad que captó como nadie Alexis de Tocqueville. Por supuesto, esta y otras demandas que surgen en la sociedad nos pueden desconcertar, causar perturbación o cuestionar nuestros esquemas morales sobre cómo deben ser las relaciones interpersonales, pero es algo que, tarde o temprano, se irá arraigando en la sociedad como ocurrió con muchos otros derechos que, cuando se plantearon originalmente, generaron grandes resistencias. Es lógico que esos reclamos generen disgustos en ciertos sectores, como ocurrió, por ejemplo, cuando se demandó el matrimonio entre personas blancas y negras, o que se reconociera la libertad y la dignidad de los negros, o que se exigieran el derecho de la mujer a usar píldoras anticonceptivas y tener libertad sexual, o que niños blancos y negros pudieran sentarse lado a lado en el pupitre de una escuela, o que una persona homosexual pudiera expresar libremente su sexualidad y tener derecho a que se le respete su dignidad personal como a cualquier otra. Por eso, es un absurdo pretender encapsular y limitar, según nuestras creencias morales y religiosas, la lucha que libran múltiples sectores para que se le reconozcan sus derechos. Si bien tenemos derecho a seguir y preservar los principios y las reglas que emanan de nuestras creencias, no podemos pretender imponérselas al resto de la sociedad.
Este articulista reconoce, como el que más, que las sociedades tienen sus lazos asociativos, sus tradiciones y sus creencias predominantes. Entiende, sin embargo, que hay que superar tanto el inmovilismo conservador que asume que la tradición y la religión marcan indefectiblemente lo que puede hacerse y lo que no (lo cual cierra el camino para el reconocimiento de derechos que múltiples sujetos reivindican a partir de sus propias experiencias vitales) como la arrogancia de cierta progresía que menosprecia las tradiciones y las sensibilidades que pueden existir en una sociedad, las cuales no pueden erradicarse de golpe y porrazo. El gran fracaso de la Revolución francesa, por ejemplo, fue pretender precisamente eso, negar totalmente lo que existía y pretender construir una sociedad completamente nueva a partir de la nada.
No obstante, desde una perspectiva liberal, pero a la vez pragmática y gradualista, es posible avanzar en el reconocimiento de derechos en el ámbito de las relaciones entre personas del mismo sexo sin que necesariamente se ponga la sociedad “patas arriba”, para decirlo de alguna manera. Es tiempo, por ejemplo, de que el Estado dominicano reconozca las uniones civiles entre personas del mismo sexo, tal como la Constitución de 2010 reconoció el concubinato (algo que resultó escandaloso cuando se plasmó en la Constitución de 1963), de modo que las parejas homosexuales tengan una protección legal cuando decidan tener relaciones estables con vocación de generar derechos y obligaciones recíprocos. De hacerse así, podemos avanzar en el reconocimiento incremental de nuevos derechos, pero sin ir demasiado lejos para evitar que se desaten fuertes reacciones sociales que hagan inviable los cambios. Algo similar puede decirse con relación a las tres causales, las cuales, dicho sea de paso, hasta Donald Trump, líder mundial de la extrema derecha, defiende. Ambas reivindicaciones -el reconocimiento de las uniones civiles para las parejas del mismo sexo y la aprobación de las tres causales- pueden muy bien ser parte de la agenda de reformas que ha anunciado el Gobierno cuyo partido contará con una super mayoría en las dos cámaras legislativas.
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