Uno de los grandes aportes de Carl Schmitt al derecho constitucional fue demostrar que “todos los conceptos significativos de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados”, consecuencia de “haberse transferido de la teología a la teoría del Estado, al convertirse el Dios todopoderoso, por ejemplo, en el legislador omnipotente”, y por “su estructura sistemática, cuyo conocimiento es preciso para el análisis sociológico de dichos conceptos”.
Esta secularización, politización y juridificación de conceptos teológicos es ostensible cuando Bodin define la soberanía como “el poder absoluto y perpetuo de una República” y al soberano como el representante de Dios en la tierra. Y se ve también cuando Juan Donoso Cortés equipara la dictadura con el milagro, aunque, en verdad, como intuyó Schmitt, lo milagroso no era la dictadura misma, sino la ruptura de la continuidad jurídica causada por un estado de excepción.
Cuando Sieyès, inspirado en los atributos de la divinidad, define al poder constituyente como poder absoluto, originario, inmanente, extraordinario, permanente, soberano, autónomo, ilimitado, unitario e indivisible, surgiría el más perverso, persistente y peligroso de todos los conceptos teológicos transformados en dogmas jurídicos, originándose una mitología constituyente alimentada por pensadores desde Schmitt hasta Toni Negri.
Pero lo cierto es que, una vez establecida una Constitución, el poder constituyente sólo es constitucionalmente admisible como poder de reforma, es decir, como poder constituido, encuadrado constitucionalmente y, en consecuencia, limitado y sujeto a expresarse respetando las formas constitucionales del procedimiento de reforma y sin vulnerar el contenido constitucionalmente intangible de la cláusula pétrea, o sea, la forma democrática, republicana, representativa y civil de gobierno. Estos límites jurídico-constitucionales al poder de reforma son perfectamente justiciables, como lo evidencian múltiples decisiones de cortes constitucionales del mundo entero.
No solo eso: el llamado “poder constituyente originario”, es decir, aquel que, fruto de una revolución o un golpe de estado, se manifiesta para establecer una nueva Constitución, aparece limitado por el derecho natural, los compromisos internacionales del Estado, el ius cogens y las normas supranacionales de derechos humanos que siguen siendo válidas mientras el Estado pertenece a un sistema regional e internacional de derechos humanos.
La visión teológica del poder constituyente profesada por representantes del poder profano y juristas conduce a un peligroso síndrome de patologías constitucionales: desde la validación jurisprudencial o vía referendo, a priori o a posteriori, de operaciones de “asambleas constituyentes” al margen de los procedimientos de reforma constitucionalmente establecidos; la presentación del poder de reforma como manifestación del supuestamente absoluto poder constituyente originario, escudándose en el nombre de “asamblea constituyente”, que es hermana de padre y madre de la asamblea revisora y es y solo puede ser poder constituido; y la autorización jurisprudencial a que el poder de reforma proceda a dar un “golpe de estado constituyente” y a gobernar en “dictadura constituyente” mediante ukases, usurpando así las funciones de los demás poderes constituidos representativos.
En un Estado constitucional de derecho, es inconstitucional activar un originario, irreductible, prejurídico y puramente fáctico poder constituyente, fuera del orden jurídico establecido y contrapuesto a los poderes constituidos, pues, aparte de los límites de este poder, hasta el propio pueblo solo puede expresarse en democracia dentro de los canales procedimentales constitucionales consagrados, por lo que todo poder constituyente, una vez nace la Constitución, se reduce al simple poder de reforma.
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