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Todo lo que necesito saber lo aprendí en la escuela

Todo eso lo aprendí en La Salle y hoy, robando las palabras de la célebre y muy citada carta de Albert Camus a su maestro, agradezco a mis profesores y les digo “que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso”.

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En el último cuarto del siglo pasado estuvo de moda un libro de Robert Fulghum, Todo lo que realmente necesito saber lo aprendí en el Kinder, donde el autor confiesa haber aprendido todo lo que realmente necesitaba saber sobre cómo vivir y cómo ser en la escuela infantil. Cosas como “compartirlo todo. Jugar sin hacer trampas. No pegar a la gente. Poner las cosas en su sitio. Arreglar mis propios líos. No coger las cosas de otros. Decir ‘lo siento’ cuando hiero a alguien. Lavarme las manos antes de comer. Vivir una vida equilibrada: aprender algo, pensar algo, dibujar, pintar, bailar, jugar y trabajar algo todos los días”.

En mayor o menor medida, todos, “buenos” o “malos” estudiantes, podemos compartir la afirmación de Fulghum. En mi caso, tuve la suerte que mis padres me movieran de una escuela pequeña donde hice desde el kínder y preprimaria hasta el cuarto grado de primaria, a una escuela más grande, el Colegio De La Salle en Santiago de los Caballeros, que me dio la oportunidad de formarme con compañeros de clase en cursos más numerosos y recibir una educación católica que fortaleció los valores inculcados en la familia y que me dio las herramientas claves para la posterior formación universitaria y profesional.

Sonará grandilocuente pero puedo decir que, en mis años en La Salle, aprendí a comprender los dos grandes polos que, desde el origen de la humanidad, se enfrentan y complementan en la construcción y reforma de las comunidades humanas y las sociedades políticas: el extremo de cambiar las sociedades para hacerlas más democráticas, solidarias y justas, lo que implica eliminar las bases del “pecado estructural” de nuestras comunidades, y el de cambiarnos nosotros mismos, para ser nuevos y mejores hombres.

El Hermano Alfredo Morales, con su proyecto “Educación en la libertad y para la libertad” e influido por su experiencia de vivir lo que fue los inicios de esa catástrofe llamada la Revolución cubana, nos insistía en la necesidad de nuestra transformación interna y espiritual, sin perjuicio de nuestro necesario involucramiento en proyectos artísticos, culturales, deportivos y sociales. Otros hermanos, como Marcos y Javier Careaga, enfatizaban más la necesidad de enfrentar los problemas de la sociedad dominicana y promovían nuestro involucramiento en programas de alfabetización individuales o en barrios marginados.

En aquella época autoritaria de la “dictablanda” balaguerista de mi secundaria me inclinaba por involucrarme en la política, en las movilizaciones populares y en el estudio de las obras de los reformadores sociales. Hoy confieso, sin embargo, que el Hermano Alfredo tenía razón: definitivamente hace falta una “revolución espiritual”, como decía Emmanuel Mounier, una revolución que parta de lo que el teólogo José María Castillo llama “la humanización de Dios”, que implica aceptar lo que Jesús sabía muy bien: “que, sin fe, sin unas convicciones hondas, la condición humana no da de sí. Porque lo inhumano predomina en nosotros. El Pecado Original”.

Todo eso lo aprendí en La Salle y hoy, robando las palabras de la célebre y muy citada carta de Albert Camus a su maestro, agradezco a mis profesores y les digo “que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso” que pusieron en nosotros, “continúan siempre vivos” en quienes somos todavía sus “pequeños discípulos”.

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