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Tomando en serio las garantías  

“Un juicio genuino no es un espectáculo, ni una ocasión para enviar un mensaje, sino un ritual que solo tiene sentido si cumplimos con todas sus formas”.

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Andrés Rosler ha escrito una obra –Si quiere una garantía compre una tostadora: ensayos sobre punitivismo y Estado de derecho (Buenos Aires: Editores del Sur, 2022)- que, para quienes estudiamos derecho en los 1980 -época en que transitamos en nuestros países, a tropezones o por elecciones, de dictaduras, democraduras y dictablandas a democracias realmente existentes y sin apellidos-, constituye una formidable reivindicación de las ideas jurídico-políticas liberales en base a las cuales nos formamos y en las que, aun a contracorriente de la opinión pública prevaleciente, todavía creemos.

El libro de Rosler es también, si se quiere, un canto de cisne que entonamos como miembros de una generación y especie jurídica en peligro de extinción, el abogado garantista, expresión redundante no solo en materia penal como señala Eugenio Zaffaroni y cita Rosler, sino, en sentido general, respecto a todo el derecho, solo concebible en un Estado social y democrático de derecho en clave de las garantías de los derechos fundamentales de las personas. Hoy los abogados ochenteros, en medio del predominante populismo penal, lawfare y derecho penal del enemigo, nos sentimos, como bien afirma el autor, discípulo de Carlos Nino y de John Finnis, “como Austin Powers, cuando en la primera parte de la trilogía fue descongelado y volvió al presente unos treinta años más tarde”.

La tostadora, como ya todos conocemos esta obra, parte de un supuesto fundamental, como bien expresa el prologuista de esta, Daniel R. Pastor: el de que “sin garantías, no hay república, no hay democracia, no hay ley, no hay estado de derecho y, naturalmente, tampoco Constitución”. Entre estas garantías, y a la que Rosler le dedica gran parte del libro, encontramos el principio de la irretroactividad de la ley, vieja idea del derecho hoy lamentablemente devaluada y que, como nos recuerda el autor, citando a Joseph de Maistre, hasta la Inquisición española respetaba en sus juicios.

Hay, sin embargo, una idea crucial en la que insiste el autor y que, a mi modo de ver, desde la óptica constitucional es esencial para poder limitar los desvaríos  a los que nos conduce el bamboleo interpretativo, la “alquimia constitucional” (Néstor Sagüés), o más bien el “maltrato constitucional” (Roberto Gargarella) a que nos someten muchos jueces y litigantes, intoxicados por un indigesto sancocho Dworkin/Alexy/Gadamer, y es la de que “para que tenga sentido hablar de la existencia de la Constitución, tanto en su parte dogmática cuanto en la orgánica, tiene que haber ciertos conceptos o cuestiones jurídicas que no admitan concepciones” y, por tanto, ponderación o interpretación en “su mejor luz”. Por ejemplo, la prohibición de la tortura y la proscripción de la pena de muerte. Ambas reglas, en base a una lógica binaria, del todo o nada, blanco o negro, o están prohibidas como establecen la mayoría de las constituciones, o están permitidas.

Invito encarecidamente a leer esta tostadora que quema por donde quiera que la agarres. Para recordar, entender y promover que los derechos humanos son “de todos los seres humanos” y no solo de los amigos; y que, contrario a la pantomima de los juicios mediáticos o paralelos, “un juicio genuino no es un espectáculo, ni una ocasión para enviar un mensaje, sino un ritual que solo tiene sentido si cumplimos con todas sus formas”.

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